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«Tierras altas»: la mirada al pasado del cine australiano

Cada uno de nosotros tiene sus pequeñas obsesiones personales. Hay temas a los que nos vemos obligados a volver cada cierto tiempo, en una especie de eterno retorno virtuoso en el que disfrutamos de los terrenos ya conocidos. Puede ser un grupo musical, un personaje literario, un género cinematográfico… o incluso un país. Porque, si algo hemos aprendido de la cultura global, es que al final la procedencia de un producto cultural es algo que lo impregna de ciertos valores y motivos propios. Una de las pequeñas obsesiones de quien escribe es un país-isla que responde al nombre de Australia.

No en vano, ya he hablado aquí de naufragios frente a sus costas, de literatura dedicada a un viaje por el interior de su territorio y de su forajido más mitificado y recordado. Australia es, por definición, fascinante; una tierra casi inabarcable y a la que la colonización trató de extirpar la esencia sin éxito. La fuerza de su paisaje, la dureza de su territorio, se impuso de nuevo. Al igual que pasara en Sudáfrica o en los mismísimos Estados Unidos, se trató de erradicar a la población nativa, de imponer un nuevo gobierno del hombre anglosajón. La empresa tuvo, sin ninguna duda, mucho éxito, pero creó unas fracturas en el imaginario colectivo de la isla difíciles de cerrar.

Australia, no nos olvidemos, empezó como una colonia penal cuya dureza y aislamiento solamente podía compararse con la de Tasmania, otra isla que se encuentra al sur de Australia y que nos daría al mejor Robin Hood de la historia del cine y al demonio más divertido de los Looney Tunes. La civilización australiana se construyó sobre aquellos presidiarios, sus guardianes y todo los que estuvieron dispuestos a cruzar medio mundo para buscar la fortuna. Era una tierra de ganadores y perdedores desde el principio, una suerte de Eldorado que devoraba a quienes llegaban a sus costas esperando una vida mejor para descubrir que, al final del camino, quienes prosperaban eran los que jugaban con las cartas marcadas.

Los aborígenes eran, para la mirada anglosajona, poco más que una molestia. Sus maneras primitivas los hacían fácilmente controlables y permitían ir expulsándolos de sus territorios. Pero también les convertían en un recordatorio de la naturaleza depredadora de los nuevos habitantes del territorio. De ahí la voracidad con la que se les quitaban sus tierras, se les mataba, se les trataba de expulsar de una historia que en realidad era suya. La generación robada terminó siendo la solución de los australianos para tratar de purgar su territorio de sus primitivos habitantes. Solamente acabando con su cultura, pensaron taimadamente, se podría acabar con ellos. La asimilación como antesala del exterminio cultural.

Por suerte para todos, ese proceso no se llegó a completar. Con los años, incluso, empezó a verse de manera más crítica y hasta repudiarse. El arte, sobre todo el popular, tuvo mucho que decir en ese cambio de la mirada del australiano medio. En el cine, pronto se empezaron a cuestionar esas posturas sobre el aborigen. Ahí tenemos una película como Walkabout (id., 1971), fundacional en su acercamiento casi místico a los aborígenes, convertidos prácticamente en una representación física de la propia tierra australiana, capaces de guiar al hombre blanco perdido en los inmensos desiertos e incapaz de conectar con una naturaleza que no es la suya.

Pronto encontramos una mirada más crítica sobre los procesos de colonización y sus resultados. Aquí podemos mentar una película tan excepcional como La última ola (The Last Wave, 1977) de Peter Weir. El australiano se dejaba llevar por la fantasía urbana para hablarnos, finalmente, de nuestra incapacidad para entender la propia naturaleza australiana. El hombre blanco, entendido en su extensión como el occidental medio, es un extraño que no entiende códigos que siempre han estado ahí; que siempre imperan en la isla-continente. No es que el tema sea nuevo en el cine, pero su aplicación en Australia resulta perfecta.

A estos movimientos de recuperación de la memoria aborigen, en la que también podemos inscribir películas como Generación robada (Rabbit-Proof Fence, 2002) de Phillip Noyce, se han ido uniendo una serie de cintas que podríamos incluir en un renacimiento del western con ambientación australiana. Guiados por las cercanías formales entre el oeste americano y la Australia de los siglos XIX y principios del XX, muchos creadores han encontrado en esos lugares y épocas el momento idóneo para expresar sus ideas en torno a las injusticias cometidas contra los aborígenes, con la fuerza añadida de que la cronología real de los sucesos aumenta nuestra repulsa: a diferencia de lo sucedido en Norteamérica, sabemos que esto pasaba hace mucho menos tiempo del que nos gustaría interponer entre la ignominia y nuestro propio momento.

En esa línea de la reinterpretación del pasado australiano podemos encuadrar también películas como La propuesta (The Proposition, 2005). Es cierto que, aquí, el centro narrativo huye del aborigen, pero aún así no es capaz de ignorarlo, pues su mirada se ha convertido en una constante imposible de evitar, en un lugar común de un cine único. Pero todo esto queda claro en una película estrenada el pasado 2020 y que merece la pena recuperar: Tierras altas, de Stephen Johnson.

La historia de la película puede leerse de dos maneras distintas, dependiendo de nuestra visión acerca del conflicto que nos propone. Si nos ponemos del lado del aborigen, tendríamos una clásica historia de venganza y regreso del hijo pródigo, perdido para la cultura que dejó atrás. Nuestro protagonista apenas recuerda algunos retazos de ese pasado, pero lo asume como propio dado que, pese a la bondad de quienes le criaron, un pastor y su hermana que quieren mostrar las limitaciones de la buena voluntad de los colonizadores, no llegará a ser nunca un miembro de pleno derecho de la nueva civilización que le hurtó a sus verdaderos padres. De ahí que entendamos que el regreso a sus raíces le seduzca, no por alguna cuestión esencialista, sino porque allí puede ser un hombre en plenitud de derechos y deberes.

Mientras tanto, si asumimos la mirada de Travis, el veterano de la Primera Guerra Mundial interpretado con acierto por un muy contenido Simon Baker, la historia cambia. En cierto modo, Travis es el ideal del buen colonizador: respeta a los nativos, trata de evitar su desaparición y hasta venga sus muertes. Pero le cuesta tomar una actitud activa, es un observador que solamente reacciona cuando no hay más remedio y sigue atado a un sistema que, en el fondo, también le oprime a él. Su final es poético y efectivo, aunque se nos haya telegrafiado durante prácticamente toda la película. En esto, Tierras altas no guarda sorpresas inesperadas porque, como el destino de los aborígenes australianos, hay veces que no existen huidas inesperadas. En ocasiones sabemos que el destino es inevitable.

Tierras altas es, de esta manera, otra piedra de toque más en la reconstrucción de la memoria colonial australiana, trasladando la acción a un punto tan cercano como la década de los años treinta del siglo XX. Entonces, mientras en Europa el nazismo y el fascismo ascendían, mientras en los Estados Unidos sufrían la Gran Depresión, en Australia los aborígenes seguían siendo ciudadanos de segunda; unos salvajes casi sin derechos a los que una élite de origen anglosajón pretendía ignorar o eliminar. Ese pasado no debe olvidarse nunca y es gracias a películas como esta como se puede mantener vivo para que nos acordemos. Para recordar que hay atrocidades que están más cerca de lo que nos gustaría pensar.

Ismael Rodríguez Gómez
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