NELINTRE
EDAL5Eternos

Valerón: jugador de otro tiempo

Comparte los artículos de LaSoga Cultural en RRSS

A Juan Carlos Valerón se lo inventó en un campo de tierra de la tercera canaria Juan Manuel Rodríguez, quien a principios de los noventa era el entrenador del Arguineguín. No lo descubrió, tampoco es así, porque Valerón lleva existiendo desde el principio del fútbol.

Rodríguez lo vio, lo reconoció y lo puso; y lo aguantó, que es lo más importante de esta historia. Cuando le decían que a dónde iba con aquel alambre de diecisiete años a jugar en semejante categoría, Rodríguez decía que esperasen. Cuando lo recomendó a Las Palmas y Francisco Castellano le dijo que qué le mandaba allí, Rodríguez dijo que esperase.

Bajaba la pelota al suelo, la enroscaba en un tobillo de goma y sus piernas chiclosas que parecían tener voluntad propia lo mandaba allí donde nadie había visto que algo pudiese pasar. Valerón era un frágil de mentira porque hasta las arremetidas más duras parecían ser absorbidas por su cuerpo invertebrado.

Valerón era un lento de mentira, porque arrancaba antes, pensaba antes y soltaba antes y a donde nadie había pensado ni visto. Como Sócrates o Bochini, tuvo que inventarse una manera para jugar al fútbol, para sobrevivir en el campo; y lo hizo tan bien que lo convirtió en un arte singular, en una seña de identidad. Las limitaciones de su físico transfiguraron en las amplitudes de su fútbol.

Recuerdo verle un pase inverosímil, inimitable estando ya en el Deportivo de La Coruña. No recuerdo el partido ni recuerdo quien fue el receptor, pero el pase no lo olvido. De espaldas, con la línea de defensas formada, Valerón recoge el balón con el empeine y lo levanta por el lado derecho en un juego de tobillo y rodilla sobrehumano. El balón sobre la defensa, el balón flotante, inaccesible, que cae lentamente y todos los defensas y todos los porteros lo miran y saben que no va a llegar, era su especialidad.

Hay otro pase que recuerdo también. Este contra el Bayer Munich cuando el Depor los arrolló en Alemania. En un contragolpe Valerón parece enredarse con la pelota rodeado de contrarios. Se la ha dejado un poco atrás y tiene que maniobrar, casi envolviéndose en sí mismo, para que no se le escape. Está concentrado mirando el balón pero, al mismo tiempo e imposible, ha visto como Roy Makaay rompe la defensa desde atrás. En el mismo gesto Valerón toca la pelota con la puntera: circular, perfecto, el gesto envuelve y desenvuelve su cuerpo y pone el balón en la exacta distancia para la carrera del holandés. Gol.

Javier Irureta dijo una vez que a Valerón lo que le hacía feliz era hacer feliz, pasarla, dar el gol en lugar de marcarlo. Era una satisfacción total: la propia, la del compañero, la del equipo, la de la afición. Ese sentido de la felicidad, esa búsqueda prácticamente moral, le daba forma y significado a su fútbol y le llevaba a ejecutar estas acciones. Forzaba la naturalidad para el pase hasta el punto de convertirla en una naturalidad propia.

En Las Palmas, en el 95, coincidió con su hermano Miguel Ángel y con Manuel Pablo, desde entonces un hermano postizo. Comienza la temporada en el B, pero la categoría se le queda corta y poco a poco aparece en la primera plantilla. Sigue flaco, aniñado, sonriente. A final de año ya juega y es esencial en el ascenso a la 2ª División.

Solo estará un año más, en una buena campaña pese a los cambios de entrenador (Pacuco Rosales, que los había ascendido, Ángel Cappa y Castellano) donde Valerón coincide con Turu Flores, otro inminente deportivista, y recibe la única roja de su carrera, contra el Castilla.

Aquel era un buen equipo, tan sólido como para resistir tres cambios de entrenador, donde gente como Socorro, Víctor Alfonso, Paquito u Orlando sobreviviría hasta el equipo del ascenso a 1ª en el 2000, entrenados entonces por el serbio Sergio Kresic, jugador del Burgos en los setenta y clásico de los banquillos de la parte baja desde finales de los ochenta, cuando comenzó a dirigir precisamente al Burgos. Junto al talentoso Flores, otros dos argentinos aportaban jerarquía: el duro defensa Simionato, que venía de Lanús, y el ex-Boca Juniors Walter Pico, un medio ofensivo de talento que había sido uno de los preferidos de la hinchada Xeneize, pero que había quedado marcado por un fallo en la tanda de penaltis que dio el título del 91 al memorable Newell’s de Marcelo Bielsa.

Así armada, la Unión termina séptima y llega a la semifinal de Copa del Rey tras haber eliminado a Mallorca, Valencia o Español. El Barcelona, que sería campeón, los frena sin piedad (0-4 y 3-0). Es el Barça de Bobby Robson y Ronaldo, que ese curso queda campeón de la Recopa frente a PSG y a solo un partido de ganarle la Liga al Real Madrid de Fabio Capello.

Aquel partido no solo acabó con la trayectoria copera de la Unión Deportiva, sino con la carrera de Miguel Ángel, el hermano mayor de Valerón. Ferrer se la cortó en seco con una entrada brutal en un balón dividido en la posición de extremo izquierdo que terminó con la pierna del mediapunta hecha un amasijo. Era un jugador de talento, no tan fino y parsimonioso, no tan especial, como Juan Carlos, pero un producto clásico de la escuela canaria en un equipo, aquel de mediados de los noventa, que respetaba tal tradición de juego al toque.

Ese verano, durante una gira de pretemporada de Lanús, por entonces uno de los equipos de moda en Argentina, Héctor Cúper se había deslumbrado con Valerón. Sin saberlo ni el uno ni el otro iban a coincidir en Mallorca. Cúper firma en la 97-98 por el R.C.D. Mallorca y nada más llegar descubre que Valerón es uno de los nombres en cartera dentro de una lista de posibles refuerzos. De inmediato solicita su fichaje.

El equipo se ha reforzado de modo excepcional con la llegadas del portero Roa desde Racing Club de Avellaneda, Mena desde el propio Lanús, Romero, otro pescado luego por el Depor, Iván Campo, quien formará una extraordinaria dupla de centrales junto a Marcelino, y Engonga desde Valencia.

El Mallorca mejora en cada línea y Cúper construye un equipo sobrio y enérgico, de buen fútbol colectivo donde las notas diferentes de Valerón están en perfecto contexto. Alumno de Carlos Timoteo Griguol en el Ferro Carril Oeste de los ochenta, donde era defensor central, Cúper es un técnico adusto, espartano, de aspecto militar y cuyo juego trascurre por esa tercera vía del fútbol argentino que Griguol abrió y Bielsa profundizó y singularizó. No es tan ofensivo ni paroxístico como el de Bielsa, pero sí se basa en el mismo compromiso honorable, la misma honestidad, la misma ausencia de mezquindad o ventajismo. Fútbol sencillo bien jugado. Su año es asombroso, pero ya teñido por la sombra de la desgracia, por el fatalismo de una carrera que le ha negado la solidez de un título.

Termina quinto en Liga y juega la final de Copa contra el Barcelona, perdiéndola por un solo penalti. Al año siguiente, ya sin Valerón y con el laborioso Ibagaza como recambio, otro ex-Lanús, dobla la apuesta y el malditismo: terceros en Liga y finalistas de la Recopa, derrotados por la Lazio (2-1).

Valerón ha sido vendido al Atlético de Madrid junto a Mena. Jesús Gil acaba de firmar a Arrigo Sacchi como entrenador y el proyecto es de lujo. Allí están Juninho o Lardín, formidable delantero vertiginoso del Español. Míchel Salgado y un coche acabarán respectivamente con la carrera de cada uno de ellos.

Con Valerón llega también Correa, un peleón delantero uruguayo (valga la redundancia), Baraja, que ha subido desde el Atlético B, el elegante interior argentino Solari, quien terminará por irse al Real Madrid, o una serie de extravagantes fichajes del Calcio como el central argentino Chamot, lento y duro, el serbio Jugovic, quien parecía un exfutbolista y aún así logró colocarse otro par de años en el Inter, o calciatori que eran puro producto interior bruto del fútbol italiano, inadaptable a otro contexto, como Torrisi, Venturini o Serena, quien recalaría también en el Inter y fue el único que se comportó con dignidad desde su lateral izquierdo.

Sacchi se quedó con Valerón igual que aquellos primeros entrenadores se habían quedado. Era incapaz de comprender cómo podía ser jugador de fútbol; hasta que los puso a jugar al fútbol. Como con Cúper, a Valerón se le hizo cuesta arriba el principio, pero al contrario que con este el equipo no estaba construido como tal y por tanto no había nada consistente que le rodease para que lo pudiese hacer fucionar. Terminó por sentar a Juninho, eso sí, en una constante de su carrera consistente en comerle lenta, silenciosa, metódicamente, el terreno a su competencia directa, algo que Djalminha experimentaría en el Deportivo.

Aquel Atlético era todo promesa y nada realidad. Un barniz de oro de nuevo rico, hojalata y oropel. Un producto genuinamente español de la cultura del pelotazo y el parche. Sacchi, que vino con la misma motivación que sus fichajes italianos, salió del equipo y Gil retomó su relación de amor-odio con Radomir Antic. En una Liga ganada con autoridad brutal por el Barcelona de Louis Van Gaal, el Atlético navega por la mitad baja de la tabla, instalándose finalmente en el puesto trece. Fue como una premonición.

Para el curso siguiente, Gil recurrió de nuevo a un técnico italiano y esta vez fue Claudio Ranieri quien vio su trayectoria maltrecha por aquella picadora de carne que era el club. Había hecho dos años magníficos en el Valencia y la temporada anterior había arrasado al Atlético en la final de Copa (0-3) en un partido deslumbrante de Gaizka Mendieta. Era el sabor de moda y Gil no se resistió a probarlo. Volvió a gastar, claro.

Echó a media plantilla y se trajo a los paraguayos Gamarra, quien por supuesto firmaría por el Inter al año siguiente, y Ayala, procedente del Betis; centrales de moda a finales de los noventa, de velocidad aturullada, nula técnica y notable dureza. También llegó el joven Capdevilla, un sólido lateral procedente del Español que no pasaría desapercibido para el Depor; regresó Paunovic tras una buena temporada en Mallorca, y se firmó a lo que debía de haber sido un negocio redondo: el semidesconocido delantero centro holandés Jimmy Floyd Hasselbaink.

Macizo, rápido e intuitivo, con un remate al primer toque primoroso y un juego de espaldas inteligentísimo, Hasselbaink venía de dos años productivos en el Leeds y de una consistente experiencia en Portugal, pero no tenía cartel estelar. Con el Atlético firma una campaña sensacional, marcando veinticuatro goles que sus compañeros convierten en inútiles. Pocas veces se ha visto un esfuerzo tan melancólico.

El Atlético de Madrid descendió en una de las temporadas más excéntricas de la reciente liga española, con el Sevilla, último, y el Betis acompañándolo a Segunda división; el Real Madrid quinto, pero ganándole la Copa de Europa a un Valencia que entrenado por Cúper había firmado una competición asombrosa; y el Deportivo de Javier Irureta logrando al fin un campeonato inédito.

Valerón hizo una notable temporada, con un fútbol de alta escuela, pero todo daba igual porque a su alrededor giraba un huracán de locura. La judicatura expulsa de la presidencia a Jesús Gil, involucrado en mil y un escándalos de corrupción que ligaban al club con el ayuntamiento de Marbella y la entidad queda en proceso de administración judicial. Ranieri sale por piernas y Antic regresa una vez más, pero no hay quien reanime a un muerto. Será Luis Aragonés, ya en Segunda, quien reconduzca al equipo tras una temporada, la 00-01, demencial incluso para los estándares del Atlético del periodo.

Ese verano del 2000 Valerón realiza el mejor movimiento de toda su carrera: ficha por un Deportivo que ha sido el alfa del omega delirante del Atlético y acaba de ganar la primera Liga de su historia. Bajo la dirección de Javier Irureta es un equipo ejemplar, de fútbol elegante y sencillo, un contexto cercano al de Cúper y el Mallorca. Un espacio de tranquilidad después de los tormentosos años en Madrid. Ese verano, también, Valerón jugará su primera Eurocopa.

José Antonio Camacho había llegado a la Selección tras la debacle de Clemente en Chipre y precedido sobre todo por su excelente labor en el Español, donde en su primera época había forjado un equipo alegre, rápido y venenoso. En Bélgica y Holanda, en cambio, España fue un equipo indefinido, entregado de nuevo a la épica estéril de una victoria de último minuto contra Yugoslavia (3-4).

El gol acrobático de Alfonso solo aplazó lo que estaba claro y España jugó un partido embarullado contra una Francia fea pese a sus jugadores de clase. Zidane y Djorkaeff se impusieron y Camacho cometió el error de sentar a Mendieta primero y a Munitis después, los mejores del partido. Raúl lanzó un penalti sobre el larguero y fin de otra historia.

Valerón jugó los dos primeros partidos; una triste derrota contra Noruega (1-0) que le costó a Molina el puesto y una triste victoria contra Eslovenia (1-2). Luego, vio los dos partidos decisivos desde el fondo del banquillo. Fran, quien iba a ser compañero y perfecto complemento en el Depor, fue otra de las víctimas de Noruega y solo jugó veinte minutos contra Yugoslavia antes de ser sustituido. De nuevo, España era incapaz de crear un contexto para jugadores singulares y lo cierto es que ni Fran ni Valerón parecieron estar nunca en su lugar en la Selección, aunque Valerón tuvo más recorrido.

En el Mundial de 2002, el único que jugó Valerón, parecía que las piezas estaban mejor dispuestas y la idea se había clarificado. Paraba y aceleraba el juego con su estilo dominante, silencioso, con el cual ya se había asentado en el Deportivo. La excelente forma de Raúl y la aparición de De Pedro desde una Real que al año siguiente le disputaría la Liga al Real Madrid hasta el último minuto, dieron consistencia al equipo. No se notaba la dispersión de la Euro anterior, y con dos victorias de calidad sobre Eslovenia (3-1) y la siempre dura Paraguay (3-1) pintaba todo de colores, pero el equipo se fue cayendo a trozos según la presión aumentaba.

La nota trágica, el ridículo de un Mundial que fue un insulto, fueron aquellos cuartos contra una Corea del Sur que con el bulldozer arbitral ya había quitado de delante a Portugal e Italia, pero la verdad es que España había merecido perder contra Irlanda en un partido pésimo que acabó con Hierro y Helguera aculados en el área pequeña según su costumbre, y con Casillas salvando el pase en la tanda de penaltis.

Portugal 2004 marcó el punto más bajo de la Selección moderna. La promesa de renovación de Iñaki Sáez, técnico de las inferiores que había ganado varios títulos sub, y una meritoria plata olímpica en Sidney con un gran fútbol comandado por Xavi Hernández desde la media punta, se quedó en nada. España era un híbrido amorfo que se renovaba sin renovarse, un equipo cobarde, sin alma, sin estilo. Valerón, con solo 28 años era un jugador residual, más descontextualizado que nunca en un equipo que, paradójicamente, tenía toda una serie de compañeros a su medida.

En enero de 2006, durante un partido contra el Mallorca, Valerón se hacía polvo la rodilla y pasaría casi dos años fuera de los campos. La gran revolución en dos partes de la Selección le pasó de largo. Cuando la hora de su fútbol por fin llegó, él no estaba para jugarlo. España calló cruentamente en Alemania 2006, pero Luis se autodestruyó para que del sacrifico surgiese un equipo histórico, luminoso, diferente, en Austria y Suiza 2008. Nunca como con la Selección la idea de que Valerón era un jugador a destiempo fue tan penetrante. Era un anacronismo inverosímil, demasiado pronto y demasiado tarde a la vez, en un entretiempo que no lo merecía pero donde pudo dar lo mejor de sí.

Su futbol a cámara lenta pertenecía al Brasil del 70 o a los equipos de la década de los cuarenta igual que hubiese pertenecido al ciclo ganador de España, pero la decadencia de su equipo llegó más pronto que la suya, y Valerón, como Iván de la Peña en sus años de madurez en el Español, se topó con una competencia inexpugnable por delante. España fue durante un ciclo un equipo tan perfecto, tan dominante, que llegó a desactivar la emoción. Era difícil introducir en su mecanismo cualquier elemento externo.

En el verano de 2000 Valerón llega a un Deportivo de La Coruña con ganas de Copa de Europa. Llega en voz baja, como siempre, para servir de recambio a Djalminha, el genio residente. Allí se reencuentra con Manuel Pablo (retirado en 2016 y marcado también por una terrible lesión) como un augurio del hogar encontrado, de su sitio en el fútbol. Llega muy quebrantado del pubis y tarda en entrar en la dinámica, pero Irureta enseguida se da cuenta de que es más sencillo trabajar con él que con el irascible y ciclotímico brasileño.

Lo acompañan otro par de Atléticos, Molina, que llega para sustituir al carismático Songo’o y aportar sobriedad, y Capdevilla, así como algunas incorporaciones fundamentales desde el banquillo como el duro medio Duscher o el delantero uruguayo Walter Pandiani, fundamental en la memorable remontada europea frente al Milán de la 03-04. Aunque de todas, la más determinante fue la de Diego Tristán, un delantero de arranques de genio que completará dos temporadas memorables antes de diluirse en la indolencia. A Tristán, Valerón parecía leerle la mente y junto a él conformó un ataque elegante, grácil, lleno de recursos técnicos que dio una dimensión diferente a un equipo caracterizado por la sobriedad, la solidez y la ortodoxia.

El Depor de la primera mitad de los 2000 era, simplemente, un equipazo. La jerarquía y distinción de Naybet en el centro de la defensa, el libro del fútbol que era Mauro Silva en el centro de campo, la zurda de Fran, la velocidad vertiginosa y el sentido del espacio de Roy Makaay… Romero, Helder, Donato primero y Sergio después, Víctor, Andrade, Scaloni, Luque… un equipo que mantuvo su estructura durante un largo ciclo y que además lo sustanció en una Liga, dos subcampeonatos y otros dos terceros puestos, una Copa del Rey y una semifinal de Copa de Europa.

Duró tanto y fue tan real que todos pensamos que aquello iba a ser para siempre, que un tercer grande, un contrapoder, había surgido. La realidad se impuso, claro, pero el Depor exprimió su momento incluso por encima de sus límites lógicos. Y Valerón estuvo en su mismísima médula espinal.

Cuando aquel maravilloso valle pasó y comenzó la cuesta abajo, Valerón también estuvo. El Deportivo rodó tanto, se diluyó de tal forma en su propia historia, que en 2011 descendió a Segunda División tras veinte temporadas consecutivas en Primera. Atrás, imborrables, habían quedado momentos mágicos para Valerón en Coruña como la Copa del Rey ganada en la fiesta del florentinato en 2002, el centenario del Real Madrid en el Bernabéu donde el Depor parecía un invitado necesario a la fiesta de otros, o la increíble remontada en cuartos de la Copa de Europa de 2004, cuando en Riazor levantó al Milán un 4-1 respondiendo con un apoteósico 4-0.

En la primera ocasión Valerón facilitó los dos goles y firmó una actuación superlativa. En el segundo, marcó un gol de cabeza y sin tanto protagonismo (aquel partido fue de Luque y Pandiani), fue central en una actuación arrolladora ante un equipo, entrenado por Carlo Ancelotti, que había sido campeón un año antes y sería finalista un año después.

En 2005 Irureta decidió dejar el Deportivo, agotada tal vez una historia de mutua correspondencia. El equipo había quedado octavo aquel año y algunos jugadores daban síntomas de decadencia, en especial porque pese a la multitud de fichajes el once variaba poco y el banquillo revelaba una brecha de calidad. Joaquín Caparrós, que venía de regenerar al Sevilla con un fútbol aguerrido y una sobria política de cantera, llegaba para infiltrar tensión al equipo. En Sevilla lo sustituía Juande Ramos y el equipo daba un salto de calidad que le llevaría ganar dos Copas de la UEFA consecutivas, una Copa del Rey y un tercer puesto con uno de los mejores fútbol de Europa en el momento.

Caparrós, en cambio, se encalló en el Depor. Su trabajo fue bueno, como lo sería en Bilbao, pero al equipo le faltó ambición y, sobre todo en su segundo año, el de la lesión de Valerón, fineza en un fútbol tosco y una plantilla plagada de jugadores sin la jerarquía anterior, que añoraba más que nada la calidad de los delanteros del pasado inmediato.

Miguel Ángel Lotina, un entrenador marcado por la irregularidad y cierto fatalismo, fue el entrenador del Depor durante las cuatro últimas temporadas en Primera y estuvo hasta que el barco se hundió, sumando otro descenso a su curriculum que empaña aquella clasificación para Champions con el Celta o la Copa ganada con el Español.

Valerón vuelve poco a poco, pero ha perdido algo de la confianza que en él se tuvo y parece estar en el equipo más como un símbolo que como un jugador vertebral, útil. Sigue dejando anotaciones de fútbol mayor, pero espaciadas más por las circunstancias que por él mismo. Le gusta juagar al fútbol, así que no piensa en retirarse y en cierto modo se acomoda igual que el Deportivo se acomoda a la mitad de la tabla. Es un equipo sin nada especial, uno más de la Liga. El desplome de 2011 es inesperado por esa misma dinámica confortable, pero en cierto modo lógica, como una vejez inevitable.

Valerón piensa en dejarlo, pero Lendoiro le convence de, al menos, quedarse en el club. Medita y decide que si se queda será para seguir siendo futbolista, que aquellas caras de tristeza no las merecía la gente y que su legado en el Depor, al menos su apunte final, debe de ser otro.

Con Oltra como entrenador y un equipo casi intacto respecto al del año anterior, el Deportivo se impone con autoridad en Segunda y asciende solo un curso más tarde. Le acompaña como segundo el Celta, a quien entrena el duro Paco Herrera. Con 39 partidos y 5 goles, con 37 años y el cuerpo dolorido, Juan Carlos Valerón juega una de las temporadas de su vida. De nuevo el equipo gira en torno suyo y como otros futbolistas longevos y sabios, Valerón ha descodificado el fútbol, simplificándolo, resolviendo por anticipado y aplicando la sencillez por sistema.

Pero como nada dura, el Deportivo no fue capaz como equipo de honrar aquello en lo que Valerón había puesto su empeño, y en un año lleno de acciones autodestructivas el equipo desbarrancó a Segunda de nuevo. Esta vez, en cambio, Valerón no se iba a quedar para intentar un nuevo ascenso (conseguido), sino que tras tantear la retirada, se decidió por un epílogo nostálgico: Las Palmas.

La Unión Deportiva llevaba trabajando en un proyecto de ascenso desde la temporada 12-13, cuando estaban dirigidos por el joven Sergio Lobera. Los anteriores, desde que subiesen de 2ªB en la 05-06, habían sido un continuo coqueteo con el regreso a la categoría y un circular de entrenadores al que solo pudo dar estabilidad uno de los habituales recursos de la casa, Juan Manuel Rodríguez Pérez, el descubridor de Valerón en el Arguineguín.

Cuando Valerón regresa al club y a esa Segunda que fue su tope con el mismo, Las Palmas llevaba un par de temporadas estrellándose en el duro playoff, primero contra el Almería y luego contra el Córdoba en un partido infame, donde la hinchada canaria invadió el campo con 1-0 para terminar con el Córdoba empatando y una batalla campal.

Al año siguiente el club firma a Paco Herrera, experto en la categoría y con aquel ascenso del Celta ya a sus espaldas. Valerón encaja como un guante en una plantilla con jugadores de cierta experiencia, algún talento mayor como Jonathan Viera y alguno desperdiciado como el argentino Sergio Araujo, quien terminará la temporada con 23 goles. Valerón es como un hombre entre niños. Un hombre tranquilo, sabio y risueño, sin preocupaciones. Más que nunca parece venir de otro lugar en el tiempo, de otro fútbol. Su importancia es menor que la que tuvo en el Depor del ascenso. Juega poco más de una veintena de partidos y no marca ningún gol, pero aporta los intangibles: ejemplaridad, tradición, sobriedad.

De algún modo Valerón representa en esta embrionaria Unión Deportiva la herencia histórica del club, un modo particular de entender el juego que tuvo su momento de esplendor en la larga etapa en Primera entre finales de los sesenta y principios de los ochenta, cuando Las Palmas enarbolaba un juego elegante, de toque y cadencia, y logró un subcampeonato (68-69) y un tercer puesto (67-68) liguero, y disputó una final de Copa contra el Barcelona en el 78. Valerón es como el espíritu de Las Palmas pasadas y a la vez el ejemplo para las futuras. Su premio, una temporada en la Primera División vestido con la camiseta amarilla y el pantalón azul.

No fue fácil y la desdicha del descenso con el Deportivo ensombreció buena parte del año, pero la entrada ya iniciado el curso de Quique Setién como entrenador alineó los astros y presentó a un club y a un entrenador que se reconocieron el uno en el otro. Esa sería la última temporada de Valerón. Jugó trece partidos con una sonrisa de oreja a oreja y la Unión se reencontró con la herencia, con la tradición. El juego del equipo fue la versión moderna de aquel, su juego, girando en torno a la clase y laboriosidad de Viera, Vicente Gómez, Tana o el estupendo Roque Mesa; canarios de Las Palmas, hijos del estilo, hijos de Valerón.

Publicaciones relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba