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La tecnología que dejaremos a nuestros hijos

Hace algo más de un año y medio me estrené en eso de la paternidad. Mi hija, Catinca, ha pasado ya esa fase inicial que comúnmente se denomina ser un bebé y que una conocida, de forma más prosaica, definió como «ser un cacho carne»; uno que básicamente come, llora, caga y duerme, esto último si hay suerte. Las interacciones, ahora, se presentan mucho más complejas y podríamos decir que, a todos los efectos, ya estamos tratando con una pequeña persona. La paternidad trae muchas cosas interesantes, aunque la mayoría de ellas también dan bastante miedo. Como si de una novela de ciencia ficción se tratara, el futuro pasa a ser un tema muy presente. Ya no se aparece como un pensamiento abstracto que computa en positivo y va asociado a planes y oportunidades. Qué va. Eso se acabó. Ahora, el futuro es una carrera contra el calendario consistente en pasar el mayor tiempo posible en este mundo para poder cuidar a la criatura que acabas de traer a él. Al menos hasta que se valga por sí misma, algo que puede tardar muchos años o no llegar a ocurrir nunca. El ser humano es una especie que extiende la experiencia de los cuidados familiares mucho más allá de las necesidades puramente fisiológicas. La sensación de que nuestros hijos nos necesitan para sobrevivir no nos abandona hasta bien entrada su edad adulta, un momento que la sociedad se ha ido encargando de retrasar cada vez más. Esta súbita aparición del futuro en mis preocupaciones diarias me ha llevado al manido pensamiento de cuál de los posibles futuros le voy a dejar a mi prole, ahora que por lo menos ya tengo una.

Como la cabra tira al monte, intento imaginar qué tecnologías van a ser las encargadas de configurar muchos aspectos de la forma de ser de mi hija. El uso que hacemos a día de hoy y el punto del que venimos nos pueden dar pistas sobre lo que nos tocará en los próximos años, qué tecnologías van a influir en la construcción de su personalidad, en su forma de relacionarse con el mundo y de definir aquello que se considera normal. En la investigación sociológica existe un método llamado observación participante, cuyo nombre resulta bastante explicativo sobre qué consiste. Cualquiera que haya estado en un parque infantil sabe que acudir a uno con tu hija encaja perfectamente en esa definición. Incluso su arquitectura, acotada por cuestiones de seguridad, te hace sentir más cerca de la entomología que de una experiencia paterno-filial. Sin mayores pretensiones que reflexionar sobre lo que veo en mi día a día, voy a tratar de hacer un ejercicio de literatura de anticipación y poner el foco en el recorrido de ciertas tecnologías y cómo pueden afectar al desarrollo de nuestros hijos. Nada más lejos de mi intención que dar consejos sobre educación o demonizar cualquier comportamiento. Si criar hijos es una guerra que se lucha sin ejército a tu lado, la batalla con la tecnología la libra cada cual acorde a su contexto y sus posibilidades.

Catinca buscando usos alternativos al artefacto plato

Es evidente que el objeto tecnológico más presente en nuestras vidas y el que más conflictos está generando es el teléfono móvil. La aparición de los teléfonos inteligentes fue el pistoletazo de salida para una estrategia de colonización de todas las áreas de nuestra vida ejecutada a la perfección por las compañías de nuevas tecnologías. España tiene 54.11 millones de conexiones móviles, lo que supone un ciento dieciséis por ciento de la población total. Más de una por persona. Los últimos informes realizados hablan de que pasamos, de media, dos horas y cincuenta y cuatro minutos al día conectados a Internet a través del móvil. Por ponerlo un poco más claro, cuarenta y ocho días de los trescientos sesenta y cinco que tiene un año. En el caso de los jóvenes entre dieciocho y veinticuatro años, el número diario de horas sube hasta seis. Nunca nos habíamos pasado tanto tiempo mirando una pantalla y parece lógico pensar que la percepción de la realidad se va a ver alterada a medida que nuestro grado de exposición siga aumentando. Proyectos como el de Google Glasses, para introducir realidad aumentada en nuestro visión diaria, fueron rechazados hace pocos años por invasivos, pero nunca se descartaron completamente y siguen aguardando su oportunidad. Apple también parece apostar por esta vía con sus propias gafas, así que parece solo cuestión de tiempo que se conviertan en algo cotidiano. El objetivo para la próxima década parece ser la incorporación de realidad aumentada a unas lentes de contacto, de tal forma que no sepamos si la persona con la que estamos hablando está al mismo tiempo mirando su correo electrónico o comprobando en Facebook nuestras últimas actualizaciones para ponerse al día. Los llamados wearable, objetos que portamos como la ropa o accesorios tipo gafas y que están conectados a Internet son el próximo paso en la consecución de la llamada computación ubicua, una integración de los aparatos informáticos con nuestra realidad de tal forma que no sean percibidos como algo diferencial. Lo que viene siendo intervenir nuestros sentidos sin que nos enteremos o lo percibamos como una amenaza. La aparición de fenómenos como el deep fake, la creación de realidades digitales donde se puedan suplantar personajes reales siendo indistinguibles, pueden herir todavía más a una ya tocada credulidad. El viejo «si no lo veo, no lo creo», parece tener los días contados si no está ya totalmente pasado de moda. Los espectadores del cine donde los hermanos Lumière proyectaron su primera película, un tren llegando a una estación, salieron despavoridos pensando que uno de verdad estaba entrando en el cine. Los jóvenes del futuro puede que sean arrollados por un tren real mientras piensan que están viendo un efecto todo guapo de realidad virtual. Cambios en la concepción de lo que es correcto, de la normalidad, se pueden dar por motivos tan espurios como una buena campaña de marketing y un poco de lobby en su máximo esplendor.

Siempre pensé que yo no sería uno de esos padres que está constantemente sacando fotos a su hija. Inocente de mí. Solo hay que dar un vistazo rápido a nuestro parque infantil para comprobar que tomar fotos y grabar videos de nuestros hijos se ha convertido en una actividad más que común. Los motivos son muy variados, desde necesidades de comunicación con nuestros allegados hasta simple vanidad que quemar en la hoguera de las redes sociales. Da igual. El caso es que tenemos ya varias generaciones criadas en la época de la reproductibilidad digital de la imagen y cuya identidad ha quedado expuesta de forma masiva con la aparición del fenómeno de las redes sociales. Esta cuestión, la identidad digital, ha sido clave desde el advenimiento de los primeros medios de comunicación en Internet, como el correo electrónico, los sistemas de chat primitivos tipo IRC o los foros. La integración de los móviles con las cámaras digitales solo añadió un atributo más, el de la imagen, a uno de los asuntos que resultan fundamentales para comprender la dimensión social de la red: qué somos en ese nuevo espacio digital. The Private Eye es una pequeña joya que, tras ganar el premio Eisner del 2015 al mejor cómic digital, dio el paso al formato físico. En él, nos encontramos un futuro distópico donde la identidad ha pasado a ser la primera preocupación de la población desde que una gran filtración de toda la información existente en la nube acabara por convertirse en el fin de Internet. La obsesión por la privacidad es tal que las personas visten máscaras holográficas y disfraces de todo tipo para ocultarla. Puede sonar algo extravagante, pero ya existen a día de hoy proyectos como Blanc, una máscara futurista que con la excusa del Covid y el anonimato ofrece un diseño que podría pasar por uno de los que aparecen en el futuro que The Private Eye dibuja de manera magistral. Actualmente, es difícil aventurar hasta dónde puede llegar la creciente preocupación por la privacidad y si esto va a tener consecuencias en la forma en que las generaciones futuras se relacionen, aunque es bastante probable que así sea. Nuestra identidad digital, debido a mecanismos de aprobación externos cada vez más explícitos y omnipresentes, será sometida a un escrutinio constante que puede ser difícil de resistir. Empiezan a ser comunes todo tipo de casos de problemas asociados a este nivel de presión, desde distintas patologías psicológicas hasta llegar a casos de suicidio. Acostumbrados a contabilizar hasta el último me gusta, lidiar con comentarios negativos puede convertirse, en determinados contextos, en más de lo que algunas personas pueden sobrellevar. La evaluación constante ha elevado el dramatismo digital hasta el puro paroxismo. Tenemos el reto de entender cómo van a funcionar estas dinámicas y preparar personas capaces de lidiar con ellas.

Tecnología hijosThe private eye: sin internet nadie sabe si eres un perro

A Catinca le encanta pagar en las tiendas. La satisfacción en su cara y el jolgorio general cuando lo hace con la tarjeta de crédito en la panadería es tal que, aunque no te apetezca, vas a comprar cruasanes solo para verla pasarlo bien. Con la llegada de la pandemia y las recomendaciones sobre evitar el pago usando billetes y monedas, parece haberse acelerado el proceso de desaparición del dinero físico. Es bastante posible que mi hija crezca en un mundo donde apenas se vean billetes y las transacciones se hagan mediante móviles o directamente con sistemas de reconocimiento facial o dactilar. La primera consecuencia de este cambio que se me viene a la cabeza son las dificultades para una correcta educación económica en cuestiones como el ahorro o la administración de tus bienes. En las edades más críticas para la adquisición de cierto autocontrol sobre tus finanzas, la digitalización absoluta del dinero puede suponer una pérdida psicológica de su valor. No digo que vayan a desaparecer las huchas de cerdito, pero en la adolescencia temprana, cuando los jóvenes empiezan a tener asignaciones, la famosa paga, la compra online supone una experiencia totalmente distinta a la compra en tienda. En los años ochenta, tener que llevar los billetes en la cartera te exponía a que te robase un quinqui a punta de navaja, pero también te daba cierto grado de control sobre tus finanzas, sobre lo que podías comprar y lo que no. Ver el fondo de tu cartera era un indicador claro de que la fiesta se había acabado. Sonreír a la pantalla de tu iPhone y apretar un botón mientras tu atención está expuesta a otros diez estímulos, no parece el contexto más adecuado para tomar conciencia de lo que estás haciendo. El ritual de compra queda escondido tras una apariencia similar a la de muchos otros procesos digitales y esto puede hacerlo imperceptible. Podemos estar comprando, es decir, adquiriendo bienes o servicios a cambio de dinero y ni siquiera ser conscientes de ello. Uno de los miedos comunes cuando tus hijos empiezan a navegar en Internet o jugar con tu móvil es que realicen una compra sin querer. El lenguaje para referirse a las compras se ha manipulado tanto y la facilidad para hacerlas es tal (muchas veces un par de clicks), que tu hijo de cuatro años puede estar arrasando Amazon sin que te des ni cuenta.

Una de las cosas que más llaman la atención en los niños de edades tan tempranas es su absoluta falta de rencor. Catinca puede pasar de tener el cabreo más monumental a estar dándome besos en menos de cinco segundos y todo ello volver a repetirse cinco minutos después. El rencor requiere memoria, además de mala leche, y no es que los niños pequeños no la tengan, es que quizás la dediquen a cosas más productivas, como aprender. Lamentablemente, la tecnología cada vez pone más difícil olvidar y por lo tanto poder perdonar. Aquella cosa que una vez la otra persona dijo y que te pareció tan mal, aparece con solo deslizar los dedos sobre la pantalla y hacer scroll en el Whatsapp. La foto de esa persona que no quieres ver se encuentra a dos clicks en cualquier red social y si consigues olvidarte de ella ya se encarga el algoritmo de recordártela. En uno de los episodios de Black Mirror, el ser humano ha desarrollado una tecnología con la que somos capaces de grabar todo lo que vemos y oímos para poder reproducirlo posteriormente, incluso proyectarlo en televisores como si de una película se tratase. Esa imposibilidad de olvidar, ese eterno recuerdo de todo, puede parecer que tenga un lado positivo, pero nos lleva a una espiral de rencor permanente y de alerta constante. Se amplifica de manera artificial la repercusión de las acciones más nimias. La posibilidad de rumiar a fuego lento cualquier conversación o comentario y volver sobre los más pequeños detalles de lo que ocurrió en el pasado solo añade dramatismo a cuestiones que de otra forma posiblemente pasarían desapercibidas o caerían en el olvido. El debate sobre el derecho al olvido se centró, sobre todo, en poder ser olvidado, pero estamos pasando por alto la posibilidad de olvidar. Obviamente, uno de los mayores avances que las tecnologías digitales trajeron consigo ha sido el incremento exponencial en la capacidad de almacenar información en cualquier tipo de formato. Parece que nos hemos olvidado de preguntarnos si es necesario guardar todas nuestras memorias, no vayamos a estar en riesgo de acabar padeciendo una especie de síndrome de Diógenes emocional por no parar de acumular recuerdos.

Black Mirror: el futuro será vizco o no será

Espero no haber sonado demasiado apocalíptico. No pretendo pintar un futuro deshumanizado, al menos en el sentido de lo que ahora concebimos como puramente humano. La relación con la tecnología ha sido un motor de cambio social desde que somos homínidos y hasta ahora hemos ido tirando. Pero conviene huir de lo que Shoshana Zuboff llama inevitabilismo, una idea del progreso como algo que opera de manera externa al ser humano y que tiene en la tecnología una fuerza de cambio de rumbo inexorable, sobre el que no podemos intervenir. Tenemos algo que decir y decidir sobre la forma en que usamos la tecnología y cuáles son los límites aceptables, porque siempre los hay. Los debates éticos y morales siguen siendo necesarios para definir lo que está por llegar y, mientras tienen lugar, debemos revisar nuestro día a día y pensar sobre los usos y modales en nuestra relación con las nuevas tecnologías. El ejemplo es la forma más básica de aprendizaje; de mi forma de comportarme con la tecnología hoy dependerá lo que es normal para la generación venidera. Resultaría absurdo por mi parte educar a Catinca para el mundo que yo creo que debería ser y no para el que le ha tocado vivir.

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