Tal vez esta especie de necesidad colectiva de correr, muchas veces sin sentido, sea la metáfora perfecta de un síntoma: una huida hacia delante. También una escasa parcela de intimidad con la contradicción que esto supone en el hecho de la actividad física más allá de las paredes del cuarto que nos protege de la realidad y de los demás. Curiosa sintomatología esta que vemos cada vez más y más en las calles, invadiendo el espacio con nuestros cuerpos y sudor, como si este fuese el único modo de afrontar y enfrentar una realidad que nos impone un conformismo inamovible por falta de opciones. Correr, avanzar, quizá único modo de hacerlo a través de la ciudad o el campo, tomando las calles en un sentido un tanto peculiar del que muchos y muchas apenas parecen darse cuenta. Un modo también de volver al animal que somos, de cansar esta mente y este pensamiento al que la sociedad no da tregua ni ofrece salida. La carrera como salida a la impotencia, al inmovilismo. Algo que va más allá del ejercicio físico o de una imagen que por supuesto está presente y se exige para alcanzar el éxito o algo llamado éxito que más bien es fracaso de la sociedad entera.
Correr, avanzar, perderse también, y esa soledad que habita en el corredor de fondo, ese dejar atrás la miseria y el horror, lo cotidiano, las facturas, la imposibilidad de abandonar una situación que el sistema convierte en fuerte anclaje imposible de arrancar. La soledad buscada pero también la liberación; esa pequeña cantidad tan escasa de endorfinas para este momento de incertidumbre en el que el cuerpo sufre los ecos del sistema de un modo atroz o más violento que en otras ocasiones en las que el sistema permitía al ciudadano o ciudadana dormitar tranquilo en un sueño falsamente reparador, del que siempre despertaba con algo llamado esperanza entre sus manos. Pandora abrió la caja, pero tan solo dejó escapar más atrocidades sin quedar ya nada dentro; ni la pequeña esperanza devorada por el mal logró sobrevivir. Correr, avanzar, intentar levantarse de nuevo en estos ciclos de la historia en los que el ser humano ha de demostrar su capacidad de supervivencia. Salvarse de algún modo y avanzar también, aunque sea algo tan sencillo como doblar las rodillas y no descender al suelo; correr lejos, muy lejos del origen. Resiliencia podría ser la palabra más adecuada para establecer este margen humano histórico que por otro lado no es nuevo ni será el último.
La soledad del corredor de fondo tal y como vemos en la película dirigida por Tony Richardson en 1962, refleja perfectamente esta sensación de abatimiento que el protagonista sabe convertir en rebeldía, algo que va más allá de un ímpetu individual o fuerza, un desafío, una carrera infinita contra la norma, lo establecido, el destino marcado de antemano por el lugar al que perteneces, condición o clase. Un ejercicio de libertad extrema que se demuestra en el momento exacto en el que tú decides cuándo cruzar la meta y cuál es el sentido de esta; nadie debe hacerlo por ti y jamás debes permitir que esto ocurra. Correr, avanzar, el sudor cayendo por la frente y empapando la piel entera, dejando atrás todo lo que nos persigue y creciendo en cada paso. Un modo de ajustar cuentas posiblemente con uno o una misma, un modo de conocerse a través del desgaste que se busca como antídoto, un modo de poner a prueba nuestra resistencia no sólo física, algo que va más allá de esta imagen que muy pocos y pocas pueden atravesar, la de alguien que corre hacia sí mismo, huyendo del ruido ajeno, del dictamen ajeno. Correr, avanzar, esa sensación de sentir cada músculo, esa conciencia del cuerpo y la realidad que han querido arrancarnos para poder convertirnos en sujetos o más bien objetos dóciles. Correr, avanzar, contra la mansedumbre y la conformidad con lo establecido. Correr, avanzar, o tan solo correr, pero ejercitarse en esta fuerza que va más allá del cuerpo, esta fuerza que hace posible que hoy tú o yo o nosotros y nosotras nos levantemos de nuevo y sigamos corriendo, avanzando, creciendo. Rompiendo esta rigidez en la forma y usos.
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