La dama de Arintero: leyenda de la doncella caballero
Regresaba de la guerra, tras años de combate, de vuelta a su hogar y triunfante, habiendo demostrado su valía, orgullosa y con el favor de don Fernando de Aragón. Regresaba de la guerra licenciada y a la vez huía temerosa, ocultándose de los secuaces de su reina, Isabel de Castilla, que la hostigaban para arrebatarle su bolsa. No albergaba esta joyas ni oro pues su botín, su recompensa, era otra. Nada había arrebatado del enemigo vencido, ninguna paga había obtenido del monarca salvo una promesa en forma de carta que liberaría a todo su pueblo, sus hijos y a los hijos de estos del vasallaje, para siempre. Regresaba de la guerra la primera mujer caballero, mas jugando una partida de bolos encontró la muerte.
Era 1474 y sobre Juana, única heredera al trono de Castilla del rey Enrique IV el Impotente, caía la sospecha de ser hija de Don Beltrán de la Cueva, valido del rey y del que decían contaba con los favores de la reina. Este rumor que corría por la corte le llevó a ganarse el sobrenombre de la Beltraneja y, junto con la oportuna desaparición del testamento del monarca fallecido (que no nombró heredero al trono), propició que varias grandes casas de Castilla y León proclamaran legítima heredera a su tía Isabel, esposa del rey de Aragón.
Lo que ocurrió a continuación era previsible, innumerables veces repetido en la historia de Europa e incluso novelesco: estalló una guerra civil en la que el Reino de Aragón pretendía sentar en el trono a Isabel y el de Portugal a Juana (casada con su tío el rey Alfonso V), con el claro objetivo de anexionarse un territorio descabezado y desunido, débil por causa de la mala gestión de un débil monarca. Tía y sobrina, reinas consortes de dos reyes rivales, se enfrentaron por la influencia y los intereses de naciones extranjeras.
Doncella que entró en batalla
«…Calle usted, mi padre, calle
no eche, no, esa maldición
si tiene usted siete hijas
Jesucristo se las dio.
Cómpreme armas y caballo,
que a la guerra me voy yo.
Cómpreme una chaquetilla
de una tela de algodón
para apretar los mis pechos
al lado del corazón…»
A Arintero, la pequeña plaza habitada por cien almas del pequeño noble leonés conde García, llegó la confirmación de la guerra junto con la leva que ordenaba a cada casa nutrir al ejército real de al menos un hombre instruido en armas: un ejército portugués había penetrado en territorio castellano hasta Plasencia con el pretexto de proteger a la Beltraneja y se instaba a la nobleza a proteger la soberanía del reino pues Alfonso de Portugal, consorte de Juana, se acababa de autoproclamar rey, excusa perfecta para levantar en armas a los partidarios de Isabel . El conde sabía que de no satisfacer la demanda habría consecuencias graves, desde una multa a la que no podría hacer frente hasta la acusación de traición, pero se sabía anciano e incapaz ya de levantar una espada y no tenía hijos varones, ni escudero, ni tan siquiera entre sus pobres y escasos vasallos había quien supiera alzar un arma mas que para desollar una liebre. Si la vida en el siglo XV era dura, en una pequeña aldea a lomos de la cordillera cantábrica lo era aún más; donde el verano duraba unas semanas, la tierra apenas se dejaba arrancar frutos e incluso escaseaba la leña en invierno.
El poco botín arrebatado en las batallas de sus gloriosos y orgullosos tiempos de juventud, en las fronteras del Reino de Granada, había ido mermando junto a la dote de sus primeras seis hijas, a punto que ni bien casar podía a la séptima, la llamada Juana, ni con hombre ni con dios en convento. Esta, entregada al estudio y la lectura, ya había demostrado a su padre su buen hacer en las gestiones administrativas a que obligaban su condición de señor e incluso le habían sido cedidas el control de las mismas. Eran estas labores impropias para una mujer de la época, aunque no tanto como la que resolvió proponer al conde: que le permitiera instruirse en el arte de las armas para poder cumplir con el honor que su familia debía a la corona de Castilla.
Doncella que fue a la guerra
Entrenó en secreto durante ocho semanas bajo la supervisión de su anciano padre. Adaptó y aligeró la vieja armadura de este, aprendió a apaciguar un caballo de guerra en situación de combate y a manejar una pica al galope, y pronto tuvo suficiente musculatura como para levantar la espada y asestar mandobles durante horas. Si bien no era fuerte sí que era rápida y escurridiza; tal vez tuviera una oportunidad de sobrevivir. Se cortó el cabello y fajó sus pechos, y adoptando el nombre de Diego Oliveros marchó a Benavente, para alistarse a las órdenes del rey Fernando.
El plan de los portugueses era avanzar sobre el territorio en línea recta para crear un corredor desde Coímbra hasta Burgos donde esperarían la ayuda de su aliado francés Luis XI, interesado en las tierras al sur de los pirineos y en eliminar la influencia de Aragón en Nápoles (con quien rivalizaba abiertamente), pero antes de eso Alfonso habría de asegurar las plazas fuertes a lo largo del paso. Empezó por la de Toro, la más cercana a su frontera, pues el ejército de Fernando hostigaba desde el sur y el de la nobleza castellana partidaria de Isabel, encabezada por la casa de Mendoza, Manrique de Lara y los duques de Medina Sidonia y de Benavente desde el norte, sin tregua y sin perder avance.
Doncella a pecho descubierto
Tras los castellanos reconquistar Zamora, en febrero de 1476 Juana resistió el asedio a que fueron sometidos por las huestes del príncipe Juan, pero el invierno y el hambre se cebaron con los lusos que, descobijados y a la intemperie, resolvieron levantar el asedio para hacerse fuertes en Toro. Fernando, gran estratega militar, vio la oportunidad y salió con todas sus fuerzas en persecución del mermado ejército.
La avanzadilla en que cabalgaba Juana de Arintero hostigó a la retaguardia portuguesa sin cesar durante toda la carrera, obligándoles a entrar en batalla una legua antes de alcanzar los muros de Toro. Dice el romance que esta, disfrazada como Diego de Oliveros, de cuya hombría nadie sospechó nunca, peleó con bravura y ferocidad, incansablemente, hasta que cayó la noche. La batalla estaba igualada y Juana combatía cuesta arriba, conquistando una lomada, cuando a su montura, tras un embate a galope contra un caballero enemigo, se le quebró una pata y quedó descabalgada. Resistió el cerco de tres hombres y abatió a los dos primeros, pero fue herida en el brazo izquierdo. Perdió el escudo y quedó a merced del tercer enemigo, que le asestaba mandobles desde una posición más alta, hasta que consiguió alcanzarla a la altura del pecho volviendo a herirla justo en el afortunado momento, para ella, en que fue auxiliada por un grupo de soldados leoneses que dieron muerte al portugués.
La batalla terminó con la retirada del ejército del príncipe Juan al interior de la ciudad, sin dejar claro vencedor, cambiando las tornas de la guerra en tan solo una jornada y volviéndose estos los asediados. En el campo, apoyado contra una roca, un caballero herido yacía inconsciente de fatiga tras la contienda. Había perdido su caballo, su lanza, su escudo y su espada. Sangraba por la cabeza, tenía un brazo yermo y el jubón y la taleguilla desgarrados por un mandoble que le podría haber costado la vida. Por la abertura de los ropajes se distinguía la piel, el rojo carmesí que fluía de una herida, y un voluptuoso pecho femenino.
Mujer que regresa
Juana de Arintero despertó en la tienda del rey don Fernando, tras unos cortinajes, y comprobó que la habían desnudado, lavado, vendado y vuelto a vestir. Tras unas horas de espera fue llamada a presencia del rey, flanqueado por un cura y un caballero de noble aspecto. El sacerdote expuso brevemente que había confirmado, en recatada presencia de dos monjas, la feminidad del llamado caballero Oliveros. El segundo hombre, que no era otro que el Almirante de Castilla, relató al monarca el informe de las hazañas del presente: «que Diego de Oliveros, desde su alistamiento ante escribano, había respondido con lealtad y obediencia a cuanta misión se le había encomendado, que siempre se prestó voluntario para combatir en primera línea e incluso en la toma de Zamora se había apoderado de una de las puertas de la muralla, permitiendo el paso de las mesnadas que terminarían venciendo al portugués. Que nunca retrocedió ante el peligro y que entre la soldadesca tenía fama de valiente y esforzado». Mandó el rey despedir a su escolta y convidó a Juana a cenar con él y a entretenerle con el relato de su paso por el ejército y a exponer las razones del porqué de su engaño; que después decidiría su justo castigo por mentir ante notario real al inscribirse y por violar las leyes de dios, al guerrear siendo mujer.
«En ese caso, señor, hay algo que me gustaría pediros. Mi tierra os sirve tan generosamente que se está quedando sin varones y tiene que enviar a sus mujeres a la guerra, no consintáis que se despueble y libradla de los azotes de esta. No os pido que la libréis de los justos tributos de dinero; libradla de los tributos de sangre; haced que todos sus naturales sean hijosdalgo, y ello engrandecerá el reino».
Amaneció y Juana salió de la tienda de don Fernando: vestía nuevos ropajes de soldado, una taleguilla de ante y un desabrochado jubón con faldones bajo el cual se entreveía un blusón que permitía adivinar sus pechos. A su costado izquierdo colgaba una espada envainada y sobre uno de sus hombros el cinto de un bolsón de cuero, fajado al vientre, que albergaba el mayor tesoro que podría haber soñado, la mejor recompensa esperada por sus servicios pues, junto con la libertad, la licencia, el favor del rey y el salvoconducto para regresar a su solar, Juana obtuvo la carta de concesiones más ventajosa jamás vista, más que cualquier fuero o privilegio concedido desde que se iniciara el conflicto: «Se concede licencia real para celebrar todos los años fiesta y feria en el aniversario de la victoria ante las tropas portuguesas; Arintero será ahora solar conocido de hijosdalgos notorios; en las tierras de Arintero y en veinte leguas a la redonda no podrá exigirse contribución de sangre o dinero; sus vecinos quedarán exentos del pago de tributos reales y del servicio militar; los miembros del linaje y solar tendrán el privilegio de presenteros de beneficios; que fueren Presenteros en la parroquia de Santiago Apóstol; que los Presenteros tendrán derecho a ser obsequiados con yantar por el rector de la parroquia; que el Presentero más viejo llevará la ofrenda de la caridad todo el año y que su categoría de hijosdalgos la conservarán aunque cambien de residencia».
Por la fuerza habrá de ser
«La Cándana, pueblo triste
porque en tu recinto viste
morir la luz de Arintero.
Toda la montaña llora
la alegría de tus muros
y, en la Dama, a quien adora
mira sus timbres más puros».
Salía Juana de la caballeriza real con la montura que se le había regalado cuando vio a uno de sus compañeros de batalla, con el que había compartido meses de marchas y contramarchas y se acercó a despedirse: «Guárdese, doña Juana» le dijo, «pues he sabido que la reina ha enfurecido con el rey al saber los privilegios que lleva contra el vientre, exigiéndole prudencia y mesura en estos tiempos de guerra, y creyendo que ya había usted partido hace rato que envió unos emisarios para que le arrebaten lo concedido».
Considerando que el documento era más importante que su propia vida y que si conseguía llegar a Arintero podría ponerlo a recaudo con su padre, resolvió dar un rodeo para evitar a los soldados de Isabel. Imaginando que, al saber que aún no había regresado a casa, estos aguardarían en las proximidades del castillo de la familia para interceptarla, decidió acudir a la población de La Cándana, donde pediría a un familiar que hiciera entrega de la carta de privilegios al conde García en su nombre.
Tras tres días llegó a su destino, a veinte kilómetros de Arintero, exhausta por la cabalgada. Vio a unos primos suyos que jugaban una partida a bolos con otros muchachos del pueblo y discretamente entró en el juego del bolo leonés para poder acercarse al hijo de su tía y encomendarle, en secreto, la misión. No tardó en llegar una patrulla real alertada ya por los emisarios, que la reconocieron al instante al simple vistazo de su extraña e inconfundible vestimenta. Seis soldados rodearon a lo doncella caballero y le exigieron los privilegios «…de buen grado o por la fuerza», a lo que, desenvainando, respondió: «Por la fuerza habrá de ser».
La leyenda y el romance de La dama de Arintero terminan con su valerosa muerte. Su historia ha sido perpetuada en el valle del Curueño, el norte de La Vecilla y toda la dura montaña leonesa a través de la tradición oral y algunas inscripciones sin datar: pese al esfuerzo, no hay documentación histórica, ni crónica que recoja para los historiadores la existencia de Juana y sus hazañas, tabú para la época y que por la tradición católica debería haber sido excomulgada, pero sí hay certeza de que hasta el siglo XIX Arintero gozó de inusitados privilegios. En la población, deshabitada tras su destrucción durante otra guerra civil, en 1936, aún se observa, como en La Cándana, una talla con idéntico blasón, de caballero con adarga y árboles, y una inscripción:
«Conoced los de Arintero
vuestra Dama tan hermosa
pues que como caballero
con su Rey fue valerosa.
Si quieres saber quién es
este valiente guerrero
quitad las armas y veréis
ser la Dama de Arintero».
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Me encanta esta historia.