No fundo desse país
Ao longo das avenidas
Nos campos de terra e grama
Brasil só é futebol
Nesses noventa minutos
De emoção e alegria
Esqueço a casa e o trabalho
A vida fica lá fora
Aqui É O País do Futebol, Milton Nascimento, 1970
Brasil se convirtió al abrir la década del sesenta en la gran corriente de la cual fluía el fútbol. La de Didí, Vavá, Garrincha o Pelé. Ganaba desde el asombro, llevando el fútbol más allá en cada triunfo. Luego, mucho después, Brasil lo empeñó todo en el ganar y se olvidó de sí mismo en el proceso. Siguió haciéndolo, claro, pero la corriente se secaba y el cauce se resquebrajaba. Ganó sin historia hasta que la historia fue verlo perder, caer desde lo alto de una arrogancia que ya no se sostenía sobre nada.
Antes, cuando Brasil era Brasil y era verdad, también perdía y también caía, pero lo hacía con gracia, con dignidad. Brasil fue uno de esos perdedores memorables, tanto que parece que hubiesen ganado. Era el Brasil que biengastaba su talento frente al Brasil que se ha hartado de malgastarlo. La jungla y el secarral; lo auténtico o su versión comercial.
Brasil, desde principios de los noventa, se convirtió en un producto. Un anuncio verdeamarelho que predica lo contrario de lo que vende. Un fútbol que niega su propia tradición mientras practica el cinismo del jogo bonito. Brasil es una marca, no un modo de entender el fútbol. Con Telé Santana fue la última vez que aquello fue verdad y no una fabricación publicitaria.
Santana, entrenador del Atlético Mineiro en los setenta y del superlativo Sao Paulo de los noventa, cuya estrella era Raí, hermano menor de Sócrates, articuló un equipo que giraba sobre un cuadrado prodigioso de mediocampistas: Toninho Cerezo, Falcao, Zico y Sócrates.
La Brasil del 82, la que prefirió intentar ganar que negociar un empate que les hubiera servido y acabó perdiendo, fue la última de una estirpe y la más grande de todas ellas porque no necesitó ni de la Copa para trascender.
El juego mismo, el fútbol, era el objetivo. «Ser campeón es un detalle», fue uno de los lemas populares del Corinthians entre el 82 y el 84. Brasil 82 no ganaba, Brasil 82 jugaba. Había algo desafiante, contracultural, en la reclamación de lo lúdico de aquel equipo. Algo ideológico también, como una declaración política de principios. De algún modo era imposible derrotar a un equipo al que no le importaba perder.
En el centro mismo de aquellos dos equipos, alto y parsimonioso, estaba Sócrates. El cuerpo hacia un lado y el pie hacia el otro, como en un baile cadencioso. Estampa de póster humano, el gesto icónico silueteado en la memoria y colgado en la pared de una habitación. Puño en alto, balón al verde. Sócrates medía 1,90, de pie pequeño e intervenciones de artista. Era el de la idea, daba la primera pincelada al cuadro y luego lo firmaba.
Su fútbol era expresión sentimental: jugaba como se sentía en aquel momento. Era tan bueno que no le hacía falta ni jugar, solo estar en el campo. Odiaba entrenarse y eso le sirvió para estudiar medicina a la vez que se formaba en el Botafogo. Licenciado en el 77, era un médico que decidió ser futbolista durante una temporada. Un año después, en el 78, firmó por el Corinthians para cambiar la historia de un país.
«No era un profesional de fútbol, era un jugador de fútbol», dice su amigo y compañero de la 82, Zico. No era el mejor, pero era el más especial. Su juego nacía de, en palabras del músico y escritor José Miguel Wisnik, «una cultura de la improvisación donde las debilidades se transforman en creación y sorpresa». Sócrates lo resumió en su pase de tacón, un toque para cualquier circunstancia que compensaba su físico poco adaptado al fútbol.
El fútbol, para Sócrates, es una cuestión artística que expresa la idiosincrasia brasileña. También es, por tanto, expresión y postura política y pública: un modo de presentarse al mundo y definir una identidad. Y esta es (o debería ser en su forma ideal, más platónica que socrática) como esa bala de diamante disparada al centro de la frente que decía Kurtz en Apocalypse Now: «perfecta, genuina, completa, cristalina, pura». El fútbol es cultura brasileña, una pintura viviente, una emoción estética y una postura ética.
Aquello desemboca en uno de los partidos más épicos, hermosos y genuinos de la historia del fútbol, donde Italia y Brasil fueron los mejores posibles, donde el ganador lo mereció y el perdedor pasó a la historia. Brasil, que solo necesitaba empatar decidió morir en coherencia con sus ideas, como si se entregase a un sacrificio inevitable. La tragedia vino después, cuando Ganar sustituyó a Jugar. «Pregunten en la calle si alguno sueña con los equipos del 94 y el 2002», dice el periodista Juca Kfouri.
Allí se termina Brasil. Paradojas: mientras Sócrates y su Corinthians intentaban abrir el proceso democrático en Brasil, su selección caía en otro país en su propio proceso. El fútbol, que fue libre y creativo durante la dictadura, se militarizó a lo largo de la democracia; como si Brasil no pudiese tenerlo todo.
Sócrates y sus compañeros, en sus equipos y en aquella selección, tuvieron sobre la sociedad y la cultura brasileña, en el cambio de década de los ochenta en especial, un impacto similar al de los Tropicalistas a mediados de los sesenta.
Aquellos trajeron la psicodelia y las artes de vanguardia para mezclarlas con el folclore brasileño y crear algo singular, puramente expresión de brasileñidad. Los músicos Caetano Veloso y Gilberto Gil, Os Mutantes y Rogerio Duprat, Jorge Ben Jor[1], Tom Zé, Gal o Milton Nascimento, Costa, María Bethenia o Elis Regina, el cineasta Glauber Rocha o los poetas y letristas Capinam y Torcuato Neto, reclamaban Brasil frente a la dictadura militar que dominó el país entre 1964 y 1985.
Sócrates y el fútbol a su alrededor hicieron lo mismo. Fueron tropicalismo futbolístico, expresión singular y total de lo brasileño, reivindicación de una manera de interpretar el fútbol y la realidad. Al Corinthinas llegó en la última época del viejo presidente Vicente Matheus, un personaje paternalista, amigo de los militares y cercano a Figueiredo, nombrado presidente en 1979, el último de la dictadura militar que gobernaba el país desde el 64. Ese año ganaron el Paulista y comenzaron una decadencia fulminante que colocaría al Timao en la segunda brasileña en 1981. Entonces, lo imposible.
Matheus pone en marcha la siguiente elección ficticia, colocando como hombre de paja a Waldemar Pires, pero este se rebela de modo improvisto y el grupo del patriarca sale del club en abril de 1982. Tal vez el hecho de haber tocado fondo uno de los clubes más populares de toda la nación, permitió que todo el proceso fuera fulgurante. Pires, ya presidente, reunió a los jugadores y les dijo que había que reconstruir la institución.
Para hacerlo les presentó a Adilson Montero, un sociólogo sin ninguna experiencia previa que se convertiría en director técnico del club. La Democracia Corinthiana nace el mismo día en el cual conoce a los jugadores, en una reunión que se prolongó durante horas. En paralelo, la dictadura se hace insostenible, la economía brasileña colapsa. Aquel Corinthians, simbólicamente era ya una avanzadilla: la ruptura generacional, la muerte del tutelaje. Los jugadores quieren la responsabilidad; la gente quiere la responsabilidad.
Una idea que rondaba el vestuario se materializó: un hombre, un voto. Todo se discutiría, todo se decidiría, la estructura organizativa del club (de arriba hacia abajo) que era la del país se transformaría por completo. Una utopía real. Los ideólogos eran Sócrates y Wladimir, un histórico lateral izquierdo de fuerte compromiso ideológico. Implicado en diversas luchas sindicales, con una fuerte conciencia racial y de clase, Wladimir fue quien politizó y articuló al intelectual Sócrates.
Junto a ellos, Walter Casagrande, un potente delantero de diecinueve años que había sido arrestado por posesión de marihuana. Futbolista rock’n’roll, Casagrande era esa ruptura generacional encarnada. Estaba enfadado y peleaba con todo. Era la conexión directa con la calle de los corinthianos. Los veteranos del vestuario, en especial Ze María, el lateral derecho, Mauro, rocoso central o el carismático volante Biro-Biro, se adhirieron si dudar a la idea.
Ganar es un detalle, decía, pero para que la Democracia Corinthiana fuera algo más que «los comunistas barbudos», como los bautizó la prensa conservadora paulista, había que transformar la idea en algo sólido. La espectacular victoria en el Paulista del 82, derrotando en la final al Sao Paulo, certificó la realidad tangible. El nuevo sistema autogestionario era tan válido como el otro. Los jugadores asumieron sus responsabilidades y disfrutaron de su libertad. Para Sócrates era el momento de dar el siguiente paso: el fútbol como catalizador del cambio. Símbolo y Acción.
Sócrates se dio cuenta tras discutir con la torcida del equipo tras una fea derrota en casa. Se pasó tres partidos seguidos marcando sin celebrar. Nunca jugó mejor que esos encuentros. La torcida se acercó de nuevo a él y les dijo cómo eran las cosas: que hace un par de semanas lo querían matar y que ahora venían a abrazarlo y que eso no servía. Les dijo que no era el equipo el que los levantaba a ellos, que ellos eran los que tenían que levantar al equipo.
Lula Da Silva, luego presidente y por entonces líder sindical, corinthiano y amigo de Sócrates, cuenta cómo se dio cuenta de que no tenía aficionados, tenía militantes. También de que el fútbol era un lenguaje accesible a todos, un vehículo de educación en un país con grandes masas de atraso e ignorancia; el fútbol como gran igualador social. «El lenguaje del fútbol es universal en este país. Nos unifica. Es entendido por todos», en palabras de Sócrates mismo.
Adilson Montero llama a su amigo Washington Olivetto, un prestigioso publicista que se ocupará del departamento de marketing del equipo. Su mayor logro: el logo Democracia Corinthiana. Estampado en la espalda de las camisolas, parodiando la tipografía de Coca-Cola con manchas de rojo, esa camiseta se paseaba por todos los campos, lo veían todas las gradas.
Corinthians trascendió Sao Paulo y se volvió un asunto nacional. Sócrates se convierte ahora en un líder político que, resulta, juega al fútbol. Contacto directo, expresión popular, transversalidad. El fútbol y la política como concepto antielitista. No había un discurso programático tampoco, solo una petición: democracia directa.
Se decide prescindir del entrenador fichado el año anterior, Mauro Travaglini, quien implantó en Corinthians el estilo con el que había triunfado en Fluminense en el 76 basado en la firmeza defensiva y la agilidad del centro del campo, donde alrededor de la precisión de Sócrates brillaba el volante Zenon, uno de los grande jugadores brasileños de su tiempo.
Ze María ocuparía el banquillo y el estilo contragolpeador tendría continuidad con las incorporaciones de futbolistas internacionales como el libre Juninho o el portero Leao, quien solo estaría un año debido a su inadaptación a la Democracia Corinthiana. Arrogante e individualista, formidable bajo palos, procedía de una cultura política y futbolística opuesta. Era, simplemente, un futbolista profesional. Cuando Sócrates intentó serlo en la Fiorentina fracasó. Cada uno, debe de ser fiel a cada uno.
Así y todo, bien reforzado, el Timao reeditará título y final en el Paulista volviendo a derrotar a Sao Paulo tras un legendario concierto de Rita Lee, fanática corinthiana, donde Sócrates, Casagrande y Waldimir se subieron al escenario. Rita Lee formaba parte tanto de los artistas que orbitaban en torno al club y a Sócrates en particular como del nuevo rock brasileño, que con extensiones al punk y al ska, estaba dinamizando otra escena cultural transversal: la música. Grupos jóvenes, que cantaban el idioma de los jóvenes como recuerda Casagrande.
La final es legendaria por la pancarta que portaron los corinthianos: «Vencer o perder, pero con democracia». Las elecciones directas estaban en el aire entonces.«Diretas-Já», fue otro de los lemas que lució en la camiseta el equipo. En 1984, Dante de Oliveira, un diputado por Matto Groso, había presentado una enmienda constitucional en el Parlamento para forzar el restablecimiento de las elecciones directas a presidente de la República.
Los meses antes, a la espera de la votación, las calles de las ciudades brasileñas fueron sistemáticamente tomadas por la gente. Demostraciones no partidistas sumaban miles de asistentes. En una multitudinaria manifestación en Sao Paulo en 1984, Sócrates ligó su continuidad en Brasil a que la enmienda pasase. Si no, se iría a Florencia. Perdió por veintidós votos.
Sócrates, amateur de corazón, exiliado por la palabra dada en el centro del fútbol profesional, se agotó. La Democracia Corinthiana se diluyó. El equipo cayó en semifinales del Brasileirao contra el Fluminense. El grupo de Vicente Matheus regresó a los despachos. El tutelaje, el paternalismo. Así, la democracia no fue tal, sino la mutación, la adaptación al medio de la vieja estructura de la dictadura.
El Calcio se preparaba a mediados de los ochenta para el gran salto. La competición se había nivelado en el paréntesis entre la vieja Juve de Platini y Boniek y el futuro Milan de Sacchi y los holandeses. Todo parecía posible entonces para los clubes medios y pequeños que tenían dinero y acceso a jugadores de calidad. 1984 es el año de la llegada de Maradona a Nápoles y el del título imposible del Hellas Verona, de Falcao y Cerezo en la Roma y Zico en el Udinese.
Para Sócrates fue un año perdido, un año larguísimo donde nadie le entendía a él y él no entendía nada. Sócrates y Pasarella en el mismo vestuario. Otro mundo. Solo las visitas de los compatriotas y la amistad con Giovanni Galli, portero de la Fiore y futuro milanista, lo hicieron soportable.
Dejó detalles de su juego al primer toque y media docena de goles pero sentía que había perdido. Había perdido un país, una idea y una razón de ser. Sustituir todo eso por ser solo un futbolista profesional le fue imposible.
Al curso siguiente vuelve a Brasil para reunirse con Zico en el Flamengo, pero solo llegan a jugar un partido juntos. Una lesión de espalda termina con Sócrates a los treinta años. Viste brevemente la camiseta de Santos por darse el gusto de formar en el equipo de su infancia e incluso regresa a Botafogo, ya en el 89, pero no llega ni a jugar. Está, simplemente, buscando tapar ese hueco, esa pérdida. «Nadie abandona el fútbol; el fútbol nos abandona a nosotros», dijo en una ocasión.
Grabó algunos discos, escribió algunas letras y poesía dispersa. Intentó ser entrenador y organizar torneos de tenis, asesoró a políticos… Nada. No servía. Se volvió alcohólico. Había bebido y fumado durante toda su vida. Era un hombre social, de charlas eternas y allí encontró la excusa para autodestruirse poco a poco; para disolverse a sí mismo. No paró de hacerlo ni cuando las enfermedades lo castigaron. Era un romántico y la muerte era parte del mito que había asumido como propio. Murió un domingo de 2011 mientras Corinthians se proclamaba campeón. En 1983 había contado en una entrevista que esa era su muerte soñada. La historia, a veces espera.
1 Fanático del fútbol y jugador frustrado él mismo, Jorge Ben tiene varias canciones sobre el juego como Zagueiro, Ponta de Lança Africano (Umbabarauma) o Camisa 10 da Gávea, dedicada a Zico.
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