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La cara, la pantalla del alma

«Espejito, espejito, ¿quién es la más bella del reino?». Si la malvada bruja del cuento de Blancanieves viviese en nuestros días ya no necesitaría atormentar diariamente al pobre espejo con sus complejos pasivo-agresivos. Le bastaría con usar Face++, uno de los muchos servicios de reconocimiento facial y puntuación de belleza que utilizan Inteligencia Artificial (AI) para decirnos cómo de atractivos son nuestros rasgos faciales. Face++ nos informa sobre qué posibilidades tiene esa nariz aguileña de gustar ahí fuera, o de si un mentón prominente al más puro estilo norteño puede tener su público. Otros servicios como Qoves te recomiendan directamente qué cirugía estética le puede venir bien a una cara como la tuya, por si no se te había pasado por la cabeza. Dar tajo, sacar tajada.

Claro que quizás la bruja le tenga miedo a los bisturís y le baste con seguir pensando que luce tal y como se ve a sí misma en Instagram. Hasta la llegada de los móviles los espejos eran los objetos con los que nos mirábamos. Era el único sitio en el que nos devolvíamos la mirada. Había un cierto pacto de honestidad con los espejos por el que sabíamos que aquello que estábamos viendo no tenía trampa ni cartón. Un espejo deformado era algo para los circos. La fotografía, el cine y el video primero y finalmente la popularización del teléfono móvil como herramienta diaria, han introducido la pantalla como elemento mediador con la imagen que tenemos de nosotros mismos. Cuando en 1999 la compañía japonesa de electrónica Kyocera comercializa el primer móvil con cámara frontal, el selfie irrumpe de forma masiva en nuestras vidas y el narcisismo digital alcanza cotas insospechadas.

El culto a la apariencia posiblemente haya existido siempre. Cómo de bien nos vemos, no solo en cuanto a belleza física sino también a otras cuestiones como la vestimenta, está ligado a la clase y la posición social. No nos engañemos, por lo general a los guapos les va mejor en la vida. Lo que resulta propio de nuestros días es la cantidad de gente que sabemos cómo se ven, qué apariencia tienen. Nos pasamos el día revisando imágenes de personas, muchas de ellas nunca compartirán espacio físico con nosotros, pero aun así sabemos cómo son y podríamos reconocerlas por la calle. La celebridad, entendida como la medida en que eres reconocible, se ha convertido en un valor monetizable. Hay gente famosa por ser famosa y no parece que eso vaya a cambiar. Sería el fin del mundo tal y como lo conocemos y lo que es más importante, de Telecinco.

Esa mercantilización de nuestra imagen ha extendido el uso de herramientas para competir en la carrera por lucir perfecto. El uso de filtros en las fotos para alterar la forma en que nos vemos, a veces de forma obvia pero muchas otras prácticamente imperceptible, es muy popular. Recientemente la red social de videos TikTok, con un público mayoritariamente adolescente, admitió un error por el cual algunos usuarios veían su imagen con un filtro añadido para suavizar sus rasgos, incluso sin haberlo activado. Facebook, Instagram y recientemente TikTok contribuyen de manera decisiva a fijar unos estándares de belleza y afectan en gran medida la forma en que los jóvenes se ven a sí mismos, algo que conlleva unos riesgos evidentes. La configuración por defecto de las aplicaciones móviles y redes sociales es un poderosísimo arma de ingeniería social que usada de forma consciente puede causar impactos significativos en nuestras costumbres. Cambios apenas perceptibles actúan directamente sobre los hábitos de las personas y gracias a ello normalizan comportamientos sin ningún tipo de debate.

La relación entre nuestros avatares online y nuestro yo real puede llegar a generar ansiedad. Nos mantiene en una tensión permanente entre lo que somos y lo que aparentamos ser. Siempre expuestos a ser tratados como farsantes. Se ha detectado el llamado Efecto Proteus, consistente en el cambio que sufre nuestro comportamiento en función de los atributos que elegimos para nuestra representación online. Se manifiesta de múltiples formas, desde un aumento de nuestra autoestima cuando elegimos avatares más atractivos a una tendencia a adoptar los patrones de comportamiento estereotipados que se esperan de nosotros por cómo somos en el mundo online. La identidad es un arma de triple filo. Ya no solo somos lo que somos, sino también la intersección entre lo que queremos ser y lo que esperan que seamos.

¿Qué quedó de aquellas promesas de anonimato que acompañaban a Internet en sus primeros pasos?. A estas alturas poco o nada. Como indica Richard Seymur en su ensayo The twittering machine (La maquina de trinar), «la ironía de Internet es que se suponía que nos libraría de las restricciones de la identidad, que nos permitiría vivir más allá del decreto de adscripción y pertenencia. En cambio, parece acrecentar la importancia de la identidad en todas sus dimensiones». La misma tecnología que promulgaba que la libertad era trolear en un foro bajo un apodo ingenioso es utilizada ahora para recordarnos constantemente que existimos en la medida en que somos mirados. Como la mujer del César, no solo hay que ser sino también parecerlo.

Esta exposición constante de nuestra imagen ha ocurrido sin apenas resistencia. Hemos asumido como algo totalmente normal ser retratados con asiduidad, no solo por nosotros mismos sino también por personas a nuestro alrededor. El monstruo que produce el sueño de la razón tecnológica ya se hace visible en sistemas de videovigilancia y crédito social como el que funciona en China desde hace años. Toda la potencia de procesamiento del reconocimiento facial y la Inteligencia Artificial están puestos al servicio del Estado para que, a cambio, ofrezca lucha contra el crimen y seguridad ciudadana. Si no tienes nada que ocultar, no tienes nada que temer. Privacidad a cambio de bienestar, un viejo dilema que quizás se pueda responder con otro: ¿quién vigila al vigilante?

Cada vez se extiende más el uso del reconocimiento facial como herramienta de seguridad. Las contraseñas pueden tener sus días contados y a cambio tendremos que poner buena cara donde antes metíamos la llave para abrir cerraduras. Los sistemas de seguridad basados en la biometría, el reconocimiento de personas utilizando sus rasgos físicos, llevan años popularizándose. Comenzamos dando nuestra huella dactilar al renovar el DNI y ahora es nuestra pupila la que nos abre las puertas del gimnasio ese día al año que vamos. Entregamos nuestra cara a cambio de que se nos abran de par en par las puertas del paraíso, o se desbloquee el iPhone, que para muchos es lo mismo. Ali Babá ya no tendría forma de acceder a la cueva del tesoro puesto que la manera de abrirla no sería gritando «ábrete, sésamo», sino mediante la jeta de alguno de los cuarenta ladrones.

La necesidad de acumular datos sobre nuestras caras para utilizarlos con diversos fines han convertido nuestros rostros en un bien de consumo, algo con lo que mercadear. Hour One es una compañía israelí que recluta personas interesadas en prestar sus caras para construir con ellas, mediante la técnica del deep fake, actores virtuales que pueden servir para videos educacionales, asistentes en eventos o cualquier cosa que se nos ocurra. A cambio de ceder nuestra imagen recibiremos una pequeña aportación económica cada vez que alguien haga uso de uno de nuestros bastardos virtuales. Otro ejemplo de la mercantilización de nuestras caras es la acumulación de imágenes para su posterior venta por parte de las grandes tecnológicas de cara a alimentar el Big Data que utilizan algoritmos de todo tipo.

Llevamos años subiendo nuestras fotos a todo tipo de redes sociales y plataformas de Internet sin pararnos a leer las doscientas cincuenta páginas de cláusulas contractuales en las cuales se especifica que les otorgamos el derecho a vender nuestras caras al mejor postor. Su destino suelen ser compañías que utilizan el reconocimiento facial para desarrollar algoritmos que ayudan en tareas como la vigilancia policial, la selección de personal por parte de los departamentos de recursos humanos, el control de fronteras o procesos judiciales. El problema de estos algoritmos es que introducen sesgos discriminatorios, normalmente asociados a minorías étnicas. Da igual a que se dedique el algoritmo de turno, la gente de color siempre va a llevar las de perder frente al afable y bien-intencionado hombre blanco medio. Estos prejuicios algorítmicos solo vienen a confirmar los ya existentes en la sociedad en la que vivimos. La tecnología es peligrosa cuando no funciona perfectamente, pero también cuando lo hace bien en un mundo ya de por sí imperfecto.

El próximo paso de la Inteligencia Artificial no es solo reconocernos a través de nuestras caras, sino también identificar los sentimientos que expresamos con ellas. La cara, como es bien sabido, es el espejo del alma y los programadores consideran que a través de la pantalla se pueden escrutar nuestras emociones, averiguar si nos encontramos asustados o enamorados, si estamos enfadados o por el contrario rebosamos felicidad. La tecnología que permite asociar nuestras caras a determinados sentimientos está al alcance de cualquiera (puedes probarla tú mismo en proyectos como emojify) pero adolece de serios problemas como la asunción de que las emociones se reflejan de la misma manera en todas las personas. No solo se busca homogeneizar la idea de belleza, sino también tendremos que aprender a estar tristes o contentos de una determinada forma, no vaya a ser que los algoritmos se puedan confundir. A este paso nos encaminamos a un futuro al más puro estilo Huxley, donde la felicidad no sea ya un objetivo vital sino una obligación frente a la máquina que nos escudriña día y noche.

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