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La nostalgia millenial ya está aquí: sobre recuerdo, sensibilidad y hauntología

Hace poco mi hermana me comentó que había empezado a seguir una cuenta en Instagram llamada Nostalgia millenial. Nos pasamos un rato hablando de Arthur, de los Rugrats, de este o aquel anuncio, de otras cosas que nos gustaban de niños y, en definitiva, de nuestros recuerdos sobre aquellos días más sencillos. Poco después vi una imagen que resonaba profundamente con ese sentimiento de añoranza generacional: se trataba de una foto del streamer Ibai Llanos, con el que comparto año de nacimiento, ostentando la primera tableta Nestlé Jungly, que se había sacado a subasta. Entendí algo entonces que me parecía inevitable: a medida que nos hacemos mayores, nuestro pasado se hace más lejano e irreal pero, a pesar de ello, o quizás precisamente gracias a ello, se ha vuelto más fácil de capturar bajo ciertas señas culturales y productos históricos que nos parecen propios a ese tiempo. Esas señales son ahora fácilmente reciclables como nuevos productos, nuevas tendencias, nuevas formas culturales, que pueden ser explotadas para recabar beneficio económico. Da igual lo joven que uno se quiera sentir: la realidad es que la nostalgia de mi generación por su pasado no hace más que intensificarse y, lo que es más importante, no va a parar. Cuanto más intensa sea, más incentivo supondrá explotarla. «Prepárate», pensé, «pronto van a empezar a venderte tu infancia. Va a ser difícil resistirse».

Casi por casualidad cósmica, mientras rumiaba estos asuntos, apareció un formato de meme en Twitter encabezado con «Eres old, pero así de old?», seguido de imágenes de algunas de estas señas de identidad generacional. Eran sobre todo productos, pero también otros marcadores temporales menos obvios como, por ejemplo, las extravagantes interfaces de los sistemas operativos de principios de los años 2000. Esta curiosa arqueología de imágenes estaba, además, mayoritariamente referida a los recuerdos y la nostalgia de lo que se ha venido a llamar generación millenial, un término que me resulta extraordinariamente problemático en lo personal, quizás precisamente por lo difícil que me resulta prescindir de él.

La generación M

Las generaciones son de los constructos sociológicos más extraños, más dudosos y, por qué no decirlo, más peligrosos que existen. En primer lugar, porque nunca queda claro dónde ni cómo se establece la línea divisoria entre unas generaciones y otras. Al fin y al cabo, los humanos no nos reproducimos por oleadas y, si bien podemos ser segmentados por edades, esta no puede ser nunca una cuestión de fronteras claras sino de grado. En segundo lugar y de forma mucho más importante y perversa, el mito de la generación es un disfraz muy útil para ocultar y blanquear otro tipo de divisorias, tanto geográficas como culturales y étnicas, pero, ante todo, económicas. Es muy curioso observar como muchos de los marcadores generacionales, especialmente en lo laboral, ocultan lo que en el fondo son divisiones de clase, barnizando con neologismos del inglés asociados a la juventud, eminentemente románticos e idealistas; en el fondo, son espacios especialmente vulnerables en los que el Capital encuentra vías para ahondar la desigualdad. No eres un trabajador precario, es que haces job-hopping, etcétera.

Pero volviendo a nuestra primera objeción, la profunda indeterminación que caracteriza un concepto como el de generación es evidente en la idea de la generación millenial, que nunca queda claro si contiene a los nacidos desde 1980 a mediados de los noventa, o desde mediados de los ochenta al año 2000 y nos deja a algunos, que nacimos un poco en el borde de esas divisorias, teniendo que formular imaginativamente de qué lado caemos. Pero la realidad es lo que hacemos. La realidad es que las generaciones funcionan, si es en algún nivel, porque nos identificamos con ellas. En tanto que mi interés aquí no es la sociología, sino la figuración política y la ideología, es imposible eludir un término que se ha convertido en un arma ideológica tan poderosa como el de generación, especialmente el de generación millenial.

Sin embargo, lo que es especialmente curioso en esta enjundia conceptual es que los términos generacionales vienen marcados, casi siempre, no tanto por la época en la que se nace sino por la época en la que se crece. Algo que no es necesariamente evidente, pero que es clave para este texto. La así llamada generación X creció durante los años ochenta; la generación de que pretendo hablar aquí, al filo del siglo XXI. Estos son, para mí, los rasgos que las hacen definitorias, no ya según mis intereses en este momento, sino en general; lo que las define como generaciones en sí. Pero es importante resaltar que esto no ha sido siempre así. Es complejo asimilar una generación con la era histórica en la que creció cuando esta es todavía nuestro presente y el relato histórico de cómo explicaremos lo que pasó está todavía en el aire.

La realidad es que la generación millenial, especialmente hace una década, intentó ser caracterizada como una generación fundamentalmente narcisista y autoindulgente, preocupada con un supuesto escenario de precariedad cuando todo lo que hacía era mirarse en el espejo de las redes sociales. Cierta portada de la revista Time en 2013 captura a la perfección las líneas semióticas que se cruzan en esta idea. La generación millenial no era tanto caracterizada por la época que le había tocado vivir, sino precisamente por la forma comparativamente egoísta y perezosa con la que vivía unas mismas circunstancias que, como implicaba esta imagen, otras generaciones habían afrontado de forma adecuada. La imagen parece indicar que ciertos avances tecnológicos como los smartphones, o bien son directamente responsabilidad de los millenials o han aparecido para suplir necesidades que estos ya tenían con anterioridad. Son algo así como la hipóstasis material de la mentalidad ególatra de una generación obsesionada consigo misma. Tras años de remontada desigual de una crisis económica devastadora y de manifestación de los estragos que el desarrollo de las redes sociales ha tenido sobre la salud mental de los jóvenes de todo el mundo, esta idea se hace cada vez más difícil de sostener.

Pero la verdad es que, con el tiempo, las particularidades históricas de la época que nos formó se hacen más evidentes o, al menos, se empieza a dirimir el resultado de la lucha ideológica por establecer cuáles de esas particularidades han de ser más evidentes. Al final, lo que ocurre cuando nos hacemos mayores es que nuestra generación empieza a ser determinada más claramente por el contexto histórico específico de su formación. Se ha apuntado con acierto que el agudo caso de nostalgia ochentera que acucia nuestros días tiene que ver con el espectro de la superficialidad y celebración inconsciente de la era del auge del neoliberalismo, así como al impulso utópico inscrito en los primeros medios digitales; una tecnología que se nos aparece todavía no corrupta, aún fresca e inocente, previa a la llegada de los perniciosos tentáculos de Internet y las tecnologías de la comunicación digital. Pero la realidad es que esa nostalgia se debe, en gran parte, a que son esos Gen-xers que crecieron durante aquella época los que han tomado las riendas de la cultura en los últimos veinte años.

Nostalgia… ¿de qué?

Por lo pronto, quisiera tan solo contextualizar que, cuando me refiero a la generación millenial, estoy hablando de aquellos niños que crecieron fundamentalmente a finales de los noventa y durante la década de los años 2000; una era que Mark Fisher consideraba una de las más desoladoras de la cultura reciente. Fisher todavía guardaba cierto tipo de admiración por la labor experimental y anticipatoria de la cultura del siglo XX, espacialmente por la música; pero afirmaba que «el siglo XXI se ve oprimido por una aplastante sensación de finitud y agotamiento. No se siente como el futuro. O, alternativamente, no se siente como si el propio siglo XXI hubiera comenzado».1

Quiero quedarme con esta idea de origen en falso, de comienzo reprimido. Porque es precisamente en este punto de desolación cultural donde se forma esa subjetividad millenial, y es exactamente el momento temporal al que va dirigida nuestra nostalgia. Una de las paradojas fundamentales que intenta atravesar este texto consiste, de hecho, en la siguiente cuestión: si la nostalgia es de forma inherente el recuerdo melancólico de un pasado mejor, ¿en qué consiste precisamente una nostalgia por un pasado que, si lo observamos con detenimiento, fue uno de los momentos históricos más apabullantemente superficiales y terribles de nuestro pasado reciente? ¿En qué consiste si se trata de una cultura vacía que se embriagaba de los últimos momentos de la euforia neoliberal antes de la recesión económica, mientras la desigualdad crecía, la crisis climática se volvía finalmente irreversible y se libraban atroces guerras asimétricas e interminables en Oriente Medio?

Cabe mencionar las características especialmente sangrantes que describen este período histórico en España, donde la cultura del pelotazo, la corrupción urbanística y la turistificación desbocada ahondaban sus tentáculos en la sociedad y la política, convirtiéndonos en un país que construía más que Alemania, Francia, Reino Unido e Italia juntas. Creo que es evidente que esta era de dopaje eufórico de la economía, donde la sociedad española estaba subida casi en su totalidad en una burbuja especulativa, se vio acompañada por una cultura superficial, inconsciente y criminalmente ingenua, tan perdida como se mostró el gobierno de Zapatero cuando estalló la crisis de 2008, la fecha en la que más o menos entiendo que este período de formación millenial se clausura.

Pero es posible que Diego S. Garrocho tenga razón cuando afirma que «la nostalgia nunca fue otra cosa que una suerte de utopía, un recuerdo ficticio […] en el que recrear algo que nunca existió, un no lugar idílico, un territorio fabuloso con el que poder medir la precariedad de nuestra experiencia presente».2 La nostalgia millenial, como cualquier nostalgia, es poco más que una reconstrucción edulcorada, eminentemente ficticia, de un pasado que nunca existió tal y como lo queremos pensar. Pero, además, la configuración de la industria cultural actual implica que esa reconstrucción nostálgica esté específicamente orientada en torno al beneficio económico y las características concretas en las que se da ese barnizado, tienen relación directa con hacer el período, no solo más apetecible para la memoria, sino más apetecible para el consumo de esos productos culturales reciclados. Lo cual no es necesariamente lo mismo.

En su libro The Circle of the Snake: Nostalgia and Utopia in the Age of Big Tech, Grafton Tanner examina las formas en la que los algoritmos de los servicios de streaming favorecen una cultura obsesionada con su pasado. «Incluso si la nostalgia no estuviera presente en la cultura occidental, los algoritmos diseñados para sugerir nuevo contenido inevitablemente recomendarían música y cine similar a nuestras preferencias pasadas. En otras palabras, la nostalgia está integrada en los mismos sistemas de recomendación que estructuran los servicios de streaming.»3

Tanner es, además, muy crítico con lo que considera una cultura actual que ha llevado la nostalgia al extremo; que, como hemos indicado antes, falsea el pasado pintándolo de una forma más idílica de lo que realmente fue «lo que transpira en el presente». Explica Tanner: «no son los elementos más radicales del siglo XX, sino narrativas mucho más reaccionarias».4

Pero mi interés se desvía del de Tanner en más de un punto esencial. El primero, en que su objeto de estudio es lo que él llama nostalgia pre-recesión y que básicamente alude a la obsesión de nuestra cultura por la época previa al 11 de septiembre, especialmente los años ochenta. Para Tanner, la devastación psíquica producida por los atentados de las Torres Gemelas y su recrudecimiento a partir de la crisis de 2008, han producido una cultura desesperada y carente de futuro, con mirada puesta de forma patológica en el período histórico que le precedió. Pero mi intención aquí, además de alejarme del sesgo excesivamente estadounidense de Tanner, es acercarme a un nuevo tipo de nostalgia que se refiere precisamente a esa década en concreto y no a los que vinieron antes.

Aparte, creo que es necesario encontrar, si es posible, el lado positivo a la nostalgia. El libro de Tanner, a pesar de todas sus virtudes, está excesivamente centrado en los peligros de la cultura nostálgica; y, aunque deja caer en algún momento que «podemos hacernos con herramientas del pasado para luchar por un futuro mejor»5, no está del todo claro qué diferencia lo uno de lo otro. Los peligros de una cultura excesivamente nostálgica son de sobra conocidos y sería realmente redundante enumerarlos todos aquí; por el contrario, la humilde intención de este texto no es otra que preguntarse, en plenos albores del auge de la nostalgia millenial, qué virtudes pueden augurarse de esta recombinación inevitable de las claves culturales de nuestra infancia.

Nostalgia millenial
Anti Castillo vía Flickr

Sensibilidad y hauntología

Puede que haber dado los peligros por sentado y haberme centrado en las virtudes tenga que ver con mi aversión personal ante el pesimismo; algo que podría justificar con largos y aburridos argumentos, pero que prefiero sentir como algo intuitivo, rabioso y visceral. Pero mi postura, quizás, está más bien en la idea de que la clave de reconectar el análisis cultural con la política tiene que ver con la educación de la sensibilidad. Me explico.

Creo (y quiero recalcar ese creo, pues es una idea en la que confío, pero que hoy en día no tengo del todo clara) que la cultura, en sí misma, no es el problema (aunque, muy probablemente, la cultura en sí no sea nada). Podemos hablar largo y tendido de las características patológicas y perversas de este u otro panorama cultural, pero la realidad es que todas las posibles consecuencias dañinas del consumo de esa cultura tienen más que ver con la forma en la que la consumimos que con la forma en la que se produce; aunque hayamos de admitir que cómo producimos cultura está intrínsecamente determinado por cómo la consumimos. Más razón, pienso, para centrarnos en lo segundo. Creo que es prácticamente imposible cambiar el panorama cultural del pasado, como también la lógica cultural de nuestros días, pero en tanto que la reconstrucción nostálgica es siempre eso, una reconstrucción, lo que entra dentro de nuestras capacidades es intervenir en esa tarea, educar nuestra sensibilidad en torno a lo que merece la pena ser recuperado y a lo que no; aprender a seleccionar del pasado lo que es bueno o valioso y saber descartar lo que, sinceramente, merece ser olvidado.

Creo que no es entre nostalgia y utopía la distinción fundamental que cabe hacer para animar a una intervención en esta reconstrucción concreta, sino la que hace el propio Mark Fisher sobre una cultura nostálgica y una hauntológica. El término hauntología, acuñado por el filósofo francés Jacques Derrida, pero conscientemente apropiado y modificado por Fisher, viene a describir sucintamente una forma específica de manifestación temporal en el arte y la cultura en la cuál no se apunta necesariamente a un pasado mejor, ficticio o real, ni se pone las miras en un futuro prometido, sino que se pone en evidencia la falta de sentido histórico de nuestros días. Para Fisher, «[e]n la hauntología del siglo XXI no está en juego la desaparición de un objeto particular. Lo que se ha desvanecido es una tendencia, una trayectoria virtual».6

El propio Grafton Tanner defiende este acercamiento hauntológico en su ensayo sobre el Vaporwave, un movimiento musical y artístico particularmente actual y hauntológico. En él, Tanner asegura que la hauntología «borra cualquier sentido de tiempo o espacio en el arte ilustrando el continuo recordatorio en el pasado del fracaso del futuro en la forma de un encantamiento [haunting]. Este encantamiento siempre implica algún tipo de distancia entre el espectro y aquello que es encantado [haunted] (el presente)».7 Lo que se ha perdido no es un pasado mejor, sino las posibilidades y promesas incumplidas del pasado. Hablando de la izquierda nostálgica de la que hablamos por encima, Fisher recuerda que «lo que debe asediarnos no es el ya no más de la socialdemocracia tal como existió, sino el todavía no de los futuros que el modernismo popular nos preparó para esperar, pero que nunca se materializaron. Estos espectros (los espectros de los futuros perdidos) cuestionan la nostalgia formal del mundo del realismo capitalista».8

En este punto defendería que la era de la nostalgia millenial ocupa un lugar particular en esta diatriba, en la medida en que es especialmente complicado argumentar que el comienzo del siglo XXI (aunque haya muchos que así lo intenten) fue una era necesariamente mejor (quizás, menos mala). Por el contrario, es un momento de anticipación que creo que sí puede figurar una serie de promesas incumplidas, de futuros espectrales, que trataré de describir a modo de conclusión. Para ello, haré uso de un producto cultural concreto que me atrevería a llamar particularmente millenial: el de la película Shrek (Andrew Adamson, Vicky Jenson, 2001) y la reciente vida del epónimo ogro verde en la memesfera. Espero que al final quede claro el motivo, pero si no, no creo que sea necesaria ninguna excusa para hablar de una película tan maravillosa.

Nuestro querido ogro verde

No estoy siendo para nada irónico si afirmo que Shrek es una película infantil extraordinariamente buena; mucho más productiva e interesante en su mensaje que los pastiches pseudometafísicos a los que nos tiene acostumbrados Pixar últimamente. Al fin y al cabo, Shrek es en sí misma una sátira mordaz de Disney: su trama sigue, como se recordará, el plan maquiavélico de un señor feudal endiosado que literalmente captura y encarcela a los protagonistas de los cuentos de hadas y del folklore tradicional europeo para explotarlos como atracciones de un parque temático. No hace falta conocer la historia de la influencia específica de Disney sobre el desarrollo de las leyes del Dominio Público y la propiedad intelectual para reconocer la hipócrita costumbre de la compañía de apropiarse de leyendas y cuentos populares hasta hacerlos indistinguibles, incluso sustituirlos, por sus adaptaciones cinematográficas contemporáneas.

Pero, además de todo ello, la película está repleta de mensajes particularmente acertados sobre los roles de género de las leyendas tradicionales, la celebración de la diversidad, la aceptación de la propia imagen y la doble naturaleza ridícula y terrible del poder. A esto hay que sumarle una secuela que hinca el diente directamente sobre la hipocresía y la superficialidad de Hollywood y el hecho de que todo esté fabulosamente bien coordinado con una material apropiada para niños y adultos y un tono consistentemente gracioso. Quiero pensar, aunque no sé si estoy en lo cierto, que la doble vida que la película y el personaje juegan en la memesfera, con constantes celebraciones del film, tanto por mi generación como por las siguientes, apunta a la acertada intuición de recordar los aspectos positivos y refrescantes que nos inculcó una producción que anticipó con tanta precisión los atroces estragos de la disneyficación total de la industria cultural; un problema actual mucho más peligroso de lo que nos atrevemos a admitir. Creo que no hay una figura más apropiadamente hauntológica en la memesfera millenial que nuestro querido ogro verde.

El fenómeno de la memetización de Shrek, además, parece subvertir la objeción común contra la nostalgia sobre su potencial de bloqueo y disrupción de las tendencias de experimentación e innovación de nuestra cultura. Pero la realidad es que reaparece una y otra vez, no necesariamente bajo un filtro nostálgico (en este caso, en el mal sentido), sino incorporado y reconvertido en un elemento al interior de las lógicas de la comedia y el meme actuales. Reaparece conscientemente distorsionado, literalmente reconvertido y reconfigurado bajo nuevos significantes y nuevas lógicas culturales, que lo reconvierten del protagonista de una gran película infantil al icono memético del buen rollo y del troleo contra las dinámicas precocinadas de la distribución mediática de hoy en día. En tanto que Shrek era un héroe temprano de resistencia a la disneyficación que se venía, su reaparición aparece curiosamente en base (de nuevo, general) al poder de disrupción e interrupción que el humor absurdo y el meme inoportuno tienen sobre los flujos normativizados y restringidos de Internet, cada vez más ensombrecido por la influencia corporativa.

Y es que, si hay algo que es necesario recordar del principio de los 2000, es el aura utópica de libertad que se respiraba, hasta cierto punto, en Internet. Si la nostalgia ochentera está obsesionada con la tecnología de la década en la medida que, por un corto periodo de tiempo, asistimos al auge de la tecnología digital sin ser coaptada y transformada por el maligno Internet, la nostalgia millenial puede ofrecer una visión utópica de ese Internet antes de que fuera coaptado y subsumido por completo a la ley del beneficio de un puñado de corporaciones de Silicon Valley. Se trata de aquella época, quizás parcialmente irreal pero simbólicamente muy poderosa, donde Internet parecía el paraíso de la creatividad sin ambages corporativos, sin niveles de producción ni conocimiento técnico; donde cualquiera podía hacerse viral; donde todo era una fiesta de gente tirando mierda a la pared a ver qué se pegaba, antes de que llegaran los mismos malvados de siempre, con sus billetes de por medio y lo limpiaran todo para convertirlo en un espantoso y colosal centro comercial donde el no-espacio prístino y espectral amenaza con consumirlo todo.

Pienso que, si hay una hauntología millenial que merece la pena, es esa: la perspectiva privilegiada de quienes crecimos en ese extraño escenario, casi de posibilidad total, que significó la democratización de Internet antes de su total captura por los intereses corporativos. Creo que esa perspectiva es, además, específicamente millenial, en la medida en la que éramos suficientemente jóvenes para entrar con entusiasmo en ello sin cinismo conservador, sino con genuina y necesaria ingenuidad infantil, pero lo suficientemente mayores para experimentar en primera persona el debacle. Esto, por supuesto, puede recaer en una nostalgia inoperante y paralizante, en el tan rancio nuestra época era mejor.

Pero creo que para combatir la tan desafortunada crítica a la sociedad de la información de ciertos miserabilistas trascendentales, casi todos ellos autores boomers o Gen-xers, es importante reincidir en que otro Internet era posible, otra sociedad de la información era posible. Y que el problema no era otro que el capitalismo. Para bien o para mal, ese mundo pudo vislumbrarse en algún momento entre la década de los noventa y la de los 2000. No como una tecnoutopía cristalina, pero sí algo diferente a la tecnodistopía sombría a la que nos acercamos por momentos. Es posible que mi impresión de ver en los memes disruptivos de Shrek una combinación armónica entre la hauntología millenial y la necesidad de quebrar el realismo capitalista de Internet sea fruto de mis particulares veleidades culturales y, por qué no, de mi propia añoranza en torno al tiempo en el que crecí. Mi conclusión no puede ser otra que apuntar al mundo posible donde pudiéramos expandir esa sensibilidad, reconocer la jaula en la que la industria capitalista parasita nuestras formas de expresión cultural y de comunicación digital y recordar cuando todo pudo ser diferente, para recordar que todavía puede serlo.


Bibliografía

  • Fisher, Mark. Los fantasmas de mi vida: Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos. Buenos Aires: Caja Negra, 2018.
  • Garrocho, Diego S. Sobre la nostalgia: Damnatio memoriae. Madrid: Alianza Editorial 2019.
  • Tanner, Grafton. Babbling Corpse: Vaporwave and the Commodification of Ghosts. Winchester y Washington: Zero Books, 2016.
  • Tanner, Grafton. The Circle of the Snake: Nostalgia in the Age of Big Tech. Winchester y Washington: Zero Books, 2020.

1 Mark Fisher, Los fantasmas de mi vida: Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos (Buenos Aires: Caja Negra, 2018), 32

2 Diego S. Garrocho, Sobre la nostalgia: Damnatio memoriae (Madrid: Alianza Editorial 2019), 111.

3 Grafton Tanner, The Circle of the Snake: Nostalgia and Utopia in the Age of Big Tech (Winchester y Washington: Zero Books, 2020), 79.

4 Ibid., 59.

5 Ibid., 128.

6 Fisher, Los fantasmas de mi vida: Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos, 49.

7 Grafton Tanner, Babbling Corpse: Vaporwave and the Commodification of Ghosts (Winchester y Washington: Zero Books, 2016), 36.

8 Fisher, Los fantasmas de mi vida: Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos, 55.

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4 comentarios

  1. La nostalgia es un constructo psicológico: no añoramos lo externo de una época, ni siquiera lo positivo de esa época, añoramos el estado mental, sin responsabilidades, sin preocupaciones, sin facturas que pagar, bajo el ala infinitamente protectora llena de amor y cariño de nuestros padres, de nuestra familia, de nuestro hogar familiar.
    Esto está demostrado científicamente. Los niños que pasaron conflictos bélicos con sus padres tienen nostalgia de esa época cuando son adultos. No por la guerra, donde lo pasarían horrible, sino porque estaban con sus padres.
    Los niños de los horfanatos no tienen nostalgia de esa época, aunque vivían en paz y con las necesidades fisiológicas (comida, techo…) cubiertas.
    Tenemos nostalgia cuando escuchamos música de los ochenta no porque esa música era mejor, porque esa música la escuchábamos cuando íbamos al instituto, vivíamos con nuestros padres, con su amor y cuidado, y no teníamos ningún tipo de preocupación.

    1. Sí, como dices me refería a los que crecieron en esa época, no a los nacidos. Yo nací en 1995 y crecí precisamente a principios de los 2000, lo cuál en teoría me hace millenial, aunque un poco al filo, lo reconozco. Algunas de las cosas que digo pueden perfectamente verse también en la generación Z, pero en todo caso también hablo de que las generaciones son poco más que constructos y que por definición sus líneas divisorias con un poco confusas.

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