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Arte y Letras

Lo que sé de los vampiros (VI): el siglo XX y el primer vampiro pop

Con el comienzo del siglo XX y a lomos de los medios de comunicación de masas, la figura del vampiro rompe el corsé decimonónico y se expande sin límites en la imaginación de los creadores. Según va cambiando el mundo, sus miedos y anhelos, el vampiro irá mutando también en la cultura popular: se diversificará y se adaptará a los nuevos tiempos, mientras su naturaleza se seguirá expandiendo hasta alcanzar todo tipo de medios que contribuyen a una permanente trasformación-deconstrucción que lo volverá, esta vez sí, un ser inmortal… aunque sea a costa de perder su alma.

Hasta los años setenta del siglo XX el reino del vampiro será, fundamentalmente, el del cine. Y eso, pese a que en literatura aparecen criaturas tan variadas y fascinantes como el vampiro psicológico esbozado ya a finales del XIX, el ente alienígena de H. P. Lovecraft y Robert Bloch, los infectados por una alteración genética de Richard Matheson o las transgresoras criaturas de Theodore Sturgeon. Pero será la gran pantalla la que marque el devenir de los no muertos hasta el último tercio del siglo, de donde saltará a otros medios como las tiras cómicas, los cómics, la televisión o la publicidad. Y de ahí, al infinito.

En la primera mitad del siglo XX, como una transposición de su versión teatral, el vampiro va a aparecer en el cine de la Universal como una criatura estéticamente elegante a la que, además, le sienta muy bien el blanco y negro cinematográfico. De hecho, más cerca de las entidades psíquicas que drenan vitalidad a sus víctimas que de los monstruos chupasangres de índole romántico, no encontramos en los vampiros interpretados por Bela Lugosi ni rastro de sangre y colmillos. Sin embargo, poco a poco se va a ir asentando en la gran pantalla el oscuro arquetipo byrioniano, sobre todo por la presencia omnímoda de Drácula y sus múltiples reencarnaciones. En ese sentido, es esencial el éxito del vampiro en la serie b, especialmente desde los años cincuenta con la productora británica Hammer, a lo que contribuirá también la revolución sexual de los sesenta. Ambos elementos acabarán por potenciar hasta la vulgaridad la sexualización del vampiro cinematográfico, tendiendo a ser, desde entonces, y como bien señala Nick Groom, seres «lujuriosos, depravados e hipersexuales: modelos de transgresión, encarnaciones de las fantasías prohibidas y ángeles caídos de la pulsión de la muerte»; con mención especial a la constante reencarnación en clave falocentrista y vulgar de la femme fatal decimonónica.

En paralelo a esta tendencia, la ficción de la segunda mitad del siglo XX lleva al vampiro también a un proceso de humanización. Ante la imposición de terrores reales mucho más amenazadores y plausibles que los emanados por los iconos clásicos de horror, el vampiro se transforma convirtiéndose en una metáfora más o menos evidente de los acontecimientos convulsos del mundo (la amenaza atómica y virológica, la guerra, la aparición de psychokillers famosos, la crisis financiera, el terrorismo…). Todo esto está ya presente en la citada Soy Leyenda (1954) de Richard Matheson, innovadora reinterpretación del mito desde un prisma científico y obra seminal de la distopía post apocalíptica. En una Tierra desolada por una guerra bacteriológica que ha vampirizado a la población mundial, Robert Neville, pionero prepper, sobrevive atrincherado en su casa por las noches dedicando los días a exterminar sistemáticamente a las nuevas criaturas que pueblan el planeta. La genialidad de Matheson reside en renovar una figura que, como decíamos, empezaba a irse de cabeza hacia el pozo de la vulgarización pero que, en sus manos visionarias, se renueva invitándonos a reflexionar acerca de su naturaleza malvada y la fragilidad moral de un mundo cambiante. Porque para Matheson el vampiro ya no es un ser condenado por el don de las tinieblas, sino un contagiado; en una sociedad donde el espíritu sacro se marchita, el vampiro se humaniza convirtiéndose en víctima.

Si bien la vulgarización sexual del vampiro será una constante que, oscilando entre lo sugerente (El ansia de Whitley Striebe -1981- y Tony Scott -1983), lo aberrante (Jess Franco) y lo cómico (True Blood; HBO) no dejará de agudizarse hasta nuestros días, lo verdaderamente interesante será su segundo proceso, el de humanización, que dará a luz un nuevo vampiro.

El vampiro pop

En ese sentido, y como señala David Remartínez, es esencial la aparición de la cultura pop y su especial incidencia a partir de la década de los setenta, ya que con su capacidad para atribuir significados colectivos en base a la descontextualización (en un proceso más evocador que intelectual) y para asumir la contradicción como parte de su razón de ser, engendra un nuevo tipo de vampiro al que el escritor maño denomina, directamente, como vampiro pop. Resultado del abandono progresivo de una naturaleza malvada para desarrollar una moral propia y convertirse en un lienzo de nuestros miedos e inquietudes, este vampiro sería, según Remartínez, la constatación de que el bien le ha ganado la partida a la sangre. En esta misma línea iría Groom cuando nos dice que «nuestra era ha trasformado al vampiro en una clave que lo abarca todo, un recipiente cósmico que hay que llenar y rellenar de lecturas y relecturas interminables: una auténtica multiplicidad. (…)».

Esta transformación parece haber convertido al vampiro en un arquetipo imbatible. Cuando los monstruos clásicos dejaron de asustar porque el mundo real se había vuelto mucho más terrorífico, el vampiro se demostró tan versátil como para convertirse en una esponja de las angustias de la sociedad. Con el fin de las certezas dejó de simbolizar la muerte y ha pasado a encarnar la vida con todas sus complejidades: si antes le temíamos, ahora vamos a querer ser como él. Así, el vampiro no solo sería el reflejo de nuestros temores, sino también la imagen de nuestros deseos hasta encarnarse en una suerte de antihéroe posmoderno.

Pero antes de llegar hasta ese último extremo en próximas entregas, vamos a concluir este capítulo acercándonos al primer ejemplo paradigmático del fenómeno: el que se incluye en una suerte de gótico para todos los públicos que, sobre todo desde los años sesenta hasta hoy, ha desdramatizado y satirizado los iconos de terror clásico hasta reducirlos a comerciales objetos de oscuro fetichismo estético.

Un vampiro pop para todos los públicos

Remartínez simboliza la paternidad del vampiro pop en el conde Draco de Barrio Sésamo, quien hace su presentación en sociedad en 1972: «Draco fue el primer vampiro pop, un icono descontextualizado que, en lugar de dar miedo, apetecía abrazar, por divertido y tierno». Si bien en la Norteamérica de los años sesenta ya habían coincidido en televisión dos series como The Addams Family y The Munsters, protagonizadas por familias americanas que representaban a remedos irónicos de los monstruos clásicos de terror, incluidos vampiros, para Remartínez el muppet iría un poco más lejos «al aparecer en un programa para público exclusivamente infantil y alcanzar una fama mundial de estrella del rock».

En realidad, este terror cómico para todos los públicos no era un fenómeno nuevo. La sátira gótica existía desde casi el propio nacimiento del género, como atestiguan las referenciales La abadía de Northanger (1798), de la inglesa Jane Austen o La mansión de las pesadillas (1818), del también inglés Thomas Love Peacock. Y el vampiro no iba a sustraerse de tal influjo: ya en 1867 el francés Paul Feval publicaba La ciudad vampiro, parodia que contaba de protagonista nada menos que con Ann Radcliffe, pionera de la literatura gótica, y que Jesús Palacios define en el prólogo de su edición castellana para Valdemar como, posiblemente, «la primera novela de terror postmoderna». Como señala Borrmann respecto al vampiro caricaturizado, «desde el siglo XIX aparece (…) un personaje de chanza que, en la exageración de sus rasgos, pone de manifiesto la comicidad de sus deseos y proyecta nuestro propio yo como el reflejo que no tiene de sí mismo. Cuando nos reímos de los impulsos instintivos y de la maldad sin cortapisas del vampiro, estamos riéndonos también de nosotros mismos».

En esta misma línea satírica iría el trabajo de ilustradores norteamericanos como Charles Addams, que daría forma ya en los años treinta del siglo XX a la familia homónima (antes citada) en one-liners de humor negro; o Edward Gorey, que desde los cincuenta trabajaría un gótico caricaturesco que se convertiría en referencia ineludible para un tótem del fenómeno aquí explicado como el cineasta Tim Burton. Es la misma senda que recorrerían, entre otras, revisiones erótico-festivas y frívolas de la femme fatal vampírica como Vampira, icono siniestro de la televisión norteamericana de los cincuenta interpretado por la finlandesa Maila Nurmi, y su sucesora espiritual en los años ochenta, Elvira, encarnada por la norteamericana Cassandra Peterson.

En cine las referencias son incontables, teniendo que señalar, inevitablemente, a la primera gran parodia vampírica del celuloide, El baile de los vampiros (1967) de Roman Polanski, sátira-homenaje a los films de terror de la Hammer sobre las peripecias de dos desastrosos cazavampiros de viaje por Transilvania. Precisamente, la propia productora inglesa acabaría, de forma más o menos consciente, tomando un camino que la llevaría a cierta caricaturización cómica del vampiro. Pero sería sobre todo con la llegada de los ochenta cuando se abriese la veda definitiva para esta tendencia ligera y humorística, presente en clásicos de videoclub tan diferentes entre sí como Noche de miedo de Tom Holland (1985) o Una pandilla alucinante de Fred Dekker (1987), por poner dos ejemplos ilustrativos. Sobre todo esto (y mucho más) trabajará la cultura pop, hasta el punto de que el vampiro para todos los públicos está hoy más de moda que nunca. Y si no recordemos que una de las series más exitosas de los últimos años, a su vez continuación de una popular película, es Lo que hacemos en las sombras (Jemaine Clement y Taika Waititi, HBO, 2019/actualidad), falso documental en clave cómica sobre una familia de vampiros.

Y es que en paralelo a la frivolización con la que la cultura pop interpreta el mundo, el vampiro se ha ido coronado como el rey de este tendencia amable. Desde sagas de libros infantiles como la de El pequeño vampiro de Angela Sommer-Bodenburg (veintidós novelas y varias adaptaciones audiovisuales), a productos animados como las diferentes entregas de Hotel Transylvania (Sony) o la serie Vampirina (Disney Channel), pasando por el referencial mundo estético y conceptual burtoniano o por la inabarcable producción de juguetes, comestibles y demás productos comercializables, son infinitos los ejemplos de este terror vampírico inofensivo que parece concebido para ser disfrutado, y consumido, la noche de Halloween; esa fiesta en la que el turbo-capitalismo norteamericano nos ha enseñado a asustarnos, pero de broma, mientras podemos vestirnos nuestras ropas más elegantes.


BIBLIOGRAFÍA

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  • Remartínez, D. [David]. (2021). Una historia pop de los vampiros. Arpa editores.
  • Skal, D. [David]. (2019). La muerte sale de fiesta. Es pop ediciones.
  • Skal, D. [David]. (2015). Hollywood gótico. La enmarañada historia de Drácula. De la novela al escenario y a la gran pantalla. Es pop ediciones.
Marcos García Guerrero
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