Los guerreros de Dios de Philippe Richelle y Pierre Wachs
A veces parece que la historia de Francia que estudiamos y conocemos se limita a la Revolución (y sus consecuencias) y a las dos guerras mundiales; especialmente a la absurda obsesión por la rendición de Francia en 1940, manchada por la cultura popular norteamericana en nuestro subconsciente. Sin embargo, hay un episodio que es fundamental para reflejar la idea que la misma Francia tiene de su historia, de su destino como nación, y que no tiene la misma resonancia para nosotros, pese a que la propia cultura popular francesa no ha dejado de ofrecernos ocasionales vistas de esta era: las Guerras de Religión.
Desde Mdm. De la Fayette (1634-1693) y su La princesa de Montpenssier, pasando por el siglo XIX de Dumas (Las dos Dianas, La Reina Margot), Zévaco (la saga folletinesca protagonizada por el caballero de Pardaillan) o Merimée (El hugonote o Crónica del reinado de Carlos IX), hasta las salas de cine (donde abundan las versiones de estas mismas obras literarias), incluso los juegos de rol (Te Deum Pour un Massacre), vuelven repetidamente a estos años fundamentales. El mundo del cómic galo no podía, por supuesto, quedarse a un lado.
Las Guerras de religión
Hay que tener en cuenta que Francia había salido de la Edad Media como un Estado aún en construcción, con principados semiindependientes, enclaves extranjeros en su territorio, una deficiente integración territorial… Pero con un gran potencial demográfico y económico. Un potencial que no llega a manifestarse durante el siglo XVI, algo que, en gran parte, se explica por su complicada historia interna. Entre 1562 y 1598 el reino de Francia sufrió hasta ocho guerras, aunque quizás podríamos hablar más bien de estallidos violentos de un mismo conflicto, interrumpido por inestables tratados y paces enclavados en medio de los complejos equilibrios de poder internacionales.
Como podéis suponer por el nombre que le dan los historiadores, el principal foco del enfrentamiento civil fue la división religiosa entre una mayoría católica y una minoría protestante cuyos miembros, en principio peyorativamente, suelen ser denominados hugonotes. Este conflicto, que refleja divisiones similares en la mayor parte de Europa, se ve complicado por otras consideraciones.
En general los reformados, como preferían ser llamados ellos mismos, se habían hecho fuertes en el sur y el oeste del país, y tenían mayor presencia en las clases medias y acomodadas urbanas, especialmente entre ciertos gremios como impresores o tejedores, quizás influidos por un mayor contacto con el extranjero y, especialmente, con Ginebra, gobernada por el protestante, francés de nacimiento, Juan Calvino. Pero también, y quizás de forma más importante, una parte significativa de la nobleza, especialmente en esas regiones del sur y el oeste, también se había visto atraída por esta vertiente de las ideas protestantes. No superaban, en total, la décima parte de la población, pero su peso social superaba, con mucho, su mero número.
La casa de Borbón, descendiente de una rama menor de la dinastía real de los Capetos, era la principal valedora nobiliaria de la causa protestante (junto con los Châtillon-Coligny). Y no solo eso, sino que, además, se encontraba muy cerca de la sucesión real, aunque en principio con el rey Enrique II bien asentado en el trono y su abundante descendencia esperando para heredar (diez hijos e hijas legítimos), cualquier posibilidad de un cambio dinástico parecía remota.
Mientras tanto, el resto del país era casi unánimemente católico: la minoría judía había sido oficialmente expulsada ya en 1394, excepto en algunas regiones que no se encontraban bajo la jurisdicción real directa, y la presencia de otras religiones era casi testimonial, más allá de algunas comunidades luteranas cerca de la frontera con Alemania.
Los Guisa, una familia de nobles que proclamaban su descendencia casi legendaria desde Carlomagno pero que eran considerados extranjeros por su origen lorenés, se van constituyendo en adalides de la causa católica e igualmente se van posicionando para arrebatar la sucesión al trono de los Borbones en caso de que la línea de los Valois-Angulema se extinga. En los años previos, las victorias militares del duque Francisco de Guisa le aseguran una posición y un prestigio indiscutible, así como su popularidad entre el pueblo parisino, que será fundamental más adelante. Se trata de una serie de guerras que no podemos simplificar como un conflicto meramente religioso, sino que en ellas se aúnan las ambiciones de determinados clanes nobiliarios (principalmente los loreneses Guisa y los navarros Borbón) y la debilidad de la dinastía real de los Valois-Angulema, marcada por los sucesivos reinados de tres hijos de Enrique II (Francisco II, Carlos IX y Enrique III).
La obra y sus autores
Este primer integral publicado impecablemente por Ponent Mon, incluye los primeros tres álbumes del total de cinco que componen la obra Philippe Richelle y Pierre Wachs,y se une a otras recientemente publicadas en nuestro país con un marco temporal similar. Es el caso del integral del San Bartolomé de Boisserie y Stalner, editado en un formato que se está convirtiendo en una agradecida manera de publicar series del país vecino de un modo que permite disfrutar una obra completa en pocos tomos, reduciendo el tiempo de espera, el coste para el lector y multiplicando la oferta de cómic europeo en el mercado.
El guionista de esta obra, Phiippe Richelle, no es francés sino belga, aunque anteriormente ya se ha aventurado a través de las páginas de la historia gala, si bien la contemporánea, en obras anteriores como la prolífica serie Les Mystères de la République (en algunos de cuyos álbumes ya colaboró con Wachs), Mitterrand un jeune homme de droite o Algérie une guerre française. A menudo trata temas polémicos de la historia como la colaboración con los nazis, la violencia política o las heridas aún no cerradas del conflicto argelino; sin embargo, como veremos, en esta serie sigue un camino bastante convencional para contar otro episodio.
El dibujante, Pierre Wachs, ya trató las Guerras de Religión y alguno de sus personajes en una colección de dos álbumes enmarcada en el gigantesco universo de Las 7 vidas del Gavilán: Les Tentations de Navarre, centrada en la juventud del futuro Enrique IV. Su recreación de la época es muy adecuada, reflejando cuidadosamente el vestuario y la arquitectura de la época. La influencia del estilo de narración y de dibujo de André Juillard es visible en algunas viñetas, especialmente en la fisonomía de nuestro protagonista. En otros rostros se deja llevar por la caricatura y pretende mostrar, quizás de forma demasiado transparente, el carácter que quiere imprimir al retratado (solo hay que observar la diferencia entre los retratos contemporáneos del Cardenal Carlos de Lorena y su versión dibujada).
Estos tres álbumes contenidos en el primer integral se enmarcan en los años preliminares y los primeros compases de las guerras, que van desde la batalla de San Quintín de 1557 (donde los franceses fueron derrotados por la tropas española) hasta el asesinato del duque Francisco de Guisa, en 1563. Se trata prácticamente de un prólogo de los momentos más conocidos y espectaculares del conflicto, y especialmente va dejando el terreno preparado para el punto de inflexión que es la masacre de la noche San Bartolomé, que sirve como título del quinto y último tomo, recientemente publicado en el país vecino.
Se trata de un relato bastante pormenorizado que repasa, de forma quizás en exceso enciclopédico, algunos de los acontecimientos principales, mientras que otros quedan extrañamente en los márgenes; por ejemplo, la situación de María Estuardo o, en general, los movimientos de la política internacional, que son en su mayor parte asumidos pero no directamente mostrados, dependiendo en ocasiones de un conocimiento del contexto del que puede carecer el lector hispano.
El discurso histórico: Francia en peligro
Resulta interesante constatar cómo la imagen representada de este conflicto está tan codificada, de forma que a menudo (e independientemente, suponemos, de las opiniones o posiciones personales de los autores) vemos una serie de arquetipos y una visión histórica cortada por patrones muy similares: se trata de un relato totalmente cristalizado y que deja poco espacio a la divergencia.
En dicha visión, el fanatismo de algunos, y especialmente de los católicos más intransigentes, se visualiza como un riesgo casi intolerable, que pone en peligro la misma existencia del concepto, aún fuera de lugar en el siglo XVI, de la nación francesa y su futura posición en Europa. Un riesgo que convierte la llegada de Enrique IV, antiguo hugonote convertido al catolicismo para ganar el trono, aún con sus defectos (por cierto, muy humanos), en algo casi providencial.
Este discurso de Francia como un ideal “común”, que puede ser destruido por los excesos del fanatismo, es tan parte de la idea que Francia tiene de sí misma que se repite a lo largo de su historia posterior; alienta los discursos sobre la Revolución Francesa o sobre la Resistencia, de la misma manera que la Armada de 1588 prefigura el mito de la inconquistable e insular Inglaterra, que se sigue repitiendo en la visión de las guerra napoleónicas o de la Segunda Guerra Mundial.
Curiosamente, esta simpatía histórica tan firmemente expresada por las víctimas del fanatismo en el siglo XVI se convierte, a menudo, en indiferencia ante el destino posterior de los hugonotes, tanto durante las guerras llevadas a cabo por Luis XIII, el hijo del tolerante Enrique IV, o la expulsión casi total en tiempos de Luis XIV. Los hugonotes, los herederos de los asesinados en Wassy o de los masacrados en San Bartolomé, son alegremente sacrificados por la unidad y grandeza de una Francia que solo después consigue elevarse como principal potencia europea.
Quiero que se me entienda claramente: no estoy defendiendo, ni muchísimo menos, a los fanáticos y su violencia, ni pretendo defender el honor (suficientemente denigrado por sus acciones) de la facción católica; ni siquiera estoy criticando esta construcción de mitos nacionales o este relato nacional concreto. Simplemente quiero llamar la atención sobre aquellos discursos tan asumidos que parecen objetivos: la Francia moderna y laica, incluso revolucionaria, ha aprendido a construir una identidad reinterpretando su pasado e incluso, o especialmente, sus horas más oscuras de una forma que, creo, los españoles no hemos sabido. España está empeñada en señalar imperiales glorias ajadas o repetir horrores sin fin, sin ninguna utilidad para construir un presente y un futuro común.
Los personajes: héroes y villanos
En este caso, efectivamente, vemos ese patrón bien establecido; incluso apreciamos, como ya he comentado, algunos personajes que adquieren rasgos físicos que reflejan esa valoración moral. La historia se puebla de héroes y villanos, claramente reconocibles a través de sus rostros.
Los protestantes Luis de Borbón y Gaspar de Coligny tienen, sin duda, un retrato más simpático, más gallardo, que Francisco de Guisa y Carlos de Lorena, pese a que los autores se permiten dar una imagen más equilibrada de lo habitual del Duque Francisco, centrando sus más oscuras críticas en el cardenal Carlos. Mientras, los actores principales de siguientes etapas de la historia, Enrique de Borbón o Catalina de Médici, apenas comienzan a perfilarse en estas primeras páginas, esperando su momento para lucirse y, posiblemente, para ajustarse también a sus papeles tradicionales.
En medio de todo aparece un personaje que nos sirve como hilo conductor y protagonista principal de la historia, cortado por patrones similares: un pequeño hidalgo, un caballero que puede codearse con las altas instancias del reino, pero también con los burgueses de un París siempre revolucionario. Es honorable, valiente, más o menos simpático y, en la mayoría de los casos, religiosamente desapasionado o directamente descreído.
Tal es el caso del católico Arnaud de Boissac de Los Guerreros de Dios y también del protestante Elías de Salvatierra de San Bartolomé; pero también del caballero de Pardaillan o el Bernard de Mergy de Merimée. Estos personajes pecan a menudo de un cierto grado de anacronismo, representando el punto de vista que el lector contemporáneo de la obra, o de la época del autor, puede asumir como propio. En este caso, no obstante, se añade un segundo protagonista con rasgos algo diferenciados, el impresor Denis Favre, un plebeyo calvinista igualmente tolerante (aunque más comprometido, en este caso, con su fe) cuya historia, quizás más personal, va insertándose en medio de la trama nobiliaria y política que protagoniza Arnaud.
Ambos amigos, un caballero al servicio (a veces a regañadientes) de los Guisa y un burgués partidario de la Reforma, permiten reflejar mejor ambas vertientes del conflicto y distintos niveles del mismo: desde las grandes disputas políticas a los asuntos personales de nuestros dos protagonistas. Este intento de reflejar el elemento multifacético de la historia a veces provoca que la obra resulte levemente inconexa y que se vea obligada a saltar de lugar y de tiempo de forma a veces no totalmente bien resuelta.
Los guerreros de Dios sirve como ventana a una época fascinante, una encantadora introducción a un momento fundamental de la historia de Europa que, desgraciadamente, con su mundo de fanatismo, odio y violencia no está tan lejos de nuestro mundo actual como nos gustaría.
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