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Cine y TV

Joker: cualquier parecido con la ficción, es pura coincidencia

Hacía tiempo que una película no generaba la expectación, el interés, que ha venido despertando, en las dos últimas semanas, el estreno mundial de Joker. El filme dirigido por Todd Phillips, conocido por descerebrados y divertidísimos productos como Resacón en las Vegas (The Hangover, 2009), e interpretado por un entregadísimo Joaquin Phoenix, ha atraído a las salas a gentes de todo pelaje: desde los más avezados seguidores de las aventuras de Batman hasta los espectadores menos interesados por este ámbito de la creación o, for that matter, cualquier otro que huela mínimamente a cómic o ficción popular. Guste o no (y las críticas tanto de público como de especialistas – no de todos, cabe señalar – revelan un inusitado entusiasmo), lo cierto es que ya solo este hecho es digno de mención, sintomático de que estamos ante algo importante. En cuanto a la película en sí, se puede decir lo que se quiera, pero no que invita a la indiferencia o el mero y olvidadizo entretenimiento. Personalmente, durante mi regreso a casa después de su visionado, me sentí removido, incomodado, perseguido por lo que acababa de presenciar. No sé, de verdad, si es eso algo bueno o malo: si hay que felicitar a los creadores por el impacto (positivo o negativo) ejercido en un espectador más o menos curtido o si, por el contrario, debería recriminarles el haberme arruinado (a mí y al noventa por ciento de los que acudimos a verla) la velada. Quede, sea como fuere, constancia del estado en el que me dejó la experiencia, el cual me llevó a urdir las reflexiones que conforman el presente artículo.

Que Joker no es una película sobre superhéroes, eso lo sabe cualquiera que conozca al personaje y sus fechorías. Que tampoco trata del supervillano más célebre del universo batmaniano (por lo menos en un sentido estricto), es algo sobre lo que no sé si se ha llamado suficientemente la atención. De acuerdo: nos las vemos con su prehistoria, con el periodo anterior a su transformación en el rey del crimen. No es, sin embargo, eso a lo que me refiero. Lejos estoy de ser la persona que más sabe de cómics del mundo (si bien algunas nociones tengo), pero diría que existe una voluntad en el metraje de enajenarlo lo más posible del referente comiquero en cualquiera de sus facetas. Uno llega incluso a preguntarse si la historia hubiera funcionado igual de bien (o mal, según se mire) de presentar, no a un icono tan popular, sino a un ciudadano anónimo, desconocido para el gran público y desvinculado de toda suerte de viñeta; y la respuesta es, al menos para mí, afirmativa. Eso no le quita valor ni importancia a la propuesta, ojo; tan solo apunta a mi dificultad (y puede que a la de muchos) de conectar el imaginario microcosmos de Gotham City (todo lo oscuro y decadente que se quiera en las sucesivas historietas, series y películas en él ubicadas) con lo que nos ofrece Joker: una sociedad oscura y decadente, sí; un personaje no menos lúgubre y perturbador, desde luego; pero, por encima de todo, un retrato estremecedoramente real (no sé si realista: eso habrá que dejárselo a los psiquiatras) de un individuo y una comunidad perdiendo los últimos restos de lucidez y esperanza que les restaban, entregándose a la insania más destructora y nihilista. ¿Dónde cabe ahí (me cuestiono, a la luz de esta constatación) la figura de un vigilante nocturno, adornado de todos los atributos del justiciero legendario y cuyo primer, y suficiente, objetivo es hacer el bien? ¿Qué resquicio les queda a las ideas de aventura y emoción (todo lo existencialistas que se desee) en un ámbito tan deprimente? Y lo que es más: ¿cómo relacionar el perfil roto, dolorosamente humillado y peligrosamente desquiciado del sujeto al que da vida Phoenix con el carismático, bromista y, en última instancia, letal archienemigo de Batman?

No es que sea imposible, ¿vale? A mí, de hecho, me pareció que el carácter elaborado (de forma inmejorable, al César lo que es del César) por el intérprete de Her (Spike Jonze, 2013) casaba sin demasiadas estridencias (es decir, que había una continuidad) con el construido por Heath Ledger: igualmente nihilista, pero más claramente atento a los códigos del género superheroico (o supervillánico, mejor). El problema radica en que, bien considerados, se trata de dos discursos distintos, de dos lenguajes que, no necesariamente incompatibles, conducen, no obstante, a una experiencia bien diferente y, por ende, a productos disímiles: no mejores ni peores; solo heterogéneos.

No hace falta establecer comparaciones con la reciente saga de los Vengadores; ni siquiera con las demás entregas del universo DC. Salta a la vista, para cualquiera con un mínimo de discernimiento, que Joker se alinea de forma mucho más natural y coherente con la liga de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1977), La naranja mecánica (The Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971) o cualquier otro descenso a los infiernos de un personaje masculino que con esas otras, fastuosas, grandilocuentes y también (admitámoslo) frívolas, producciones. Y de nuevo se plantea uno la pregunta: por muy magistral que sea la creación del monstruo (que, sin embargo, resulta mucho más humano de lo que nos gustaría admitir), por mucho que se hayan cargado las tintas en la oscuridad y la rabia contenida en Gotham, ¿gana en algo el conjunto enmarcándolo en un orbe que no parecería necesitar de estos ingredientes de realidad y desgarro; que, hasta cierto punto, los rehúye? ¿Es más efectivo el retrato por remitir a un rostro ya conocido, pero tradicionalmente asociado a otros registros? En mi opinión, no: Joker, en toda su desesperación y patetismo, podría existir (y, a decir verdad, casi existe) sin nexo alguno con la galaxia DC y las constantes del género al que, en teoría, pertenece. No quiero decir (que quede esto claro) que a los cómics de superhéroes y sus plasmaciones en la pantalla les esté vedado abordar determinados temas o presentar una profundidad pareja, o superior, a la de otro tipo de discursos. En absoluto. Lo que mantengo es que, en esta ocasión, el vínculo se antoja algo anecdótico, puntual, si no traído por los pelos; tanto me parece así, que hasta me da por considerarlo algo irrelevante y, en consecuencia, susceptible de suprimirse de cuajo. Quién sabe, en ese caso, qué acogida tendría la propuesta entre las masas de espectadores que han acudido a los cines a verla, o si tal vez los niveles de audiencia descenderían drásticamente; no me cabe duda, sin embargo, de que sus méritos (y defectos) seguirían siendo los mismos; es más: hasta creo que sería más fácil juzgarla y medir el tamaño de su resonancia en esta sociedad inquietantemente similar a la dibujada en la ficción.

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