Creo que siento la UE como Margaret Thatcher sentía las Malvinas en La hora chanante: nunca le he prestado demasiada atención, pero ahora, con Trump lanzando amenazas desde la Casa Blanca y Salvini y Le Pen reunidos para vilipendiarla, me dan ganas de defenderla. Y no es tanto por sus cosas buenas, que algunas tiene, como por la alternativa cavernaria propuesta por la extrema derecha, que el pasado fin de semana tuvo a bien reunirse en Milán para recordarnos que su intención es instrumentalizar nuestra frustración a través de unas cuantas banderas de colores; frente a ellas, la de la Unión, que es un poco sosa, debería jugar un papel importante.
El desafío ultra que protagoniza las elecciones del próximo domingo es producto y exponente de los tiempos que vivimos: una época que nos recuerda aquella que tratamos de olvidar, precisamente, poniendo en marcha un proyecto que a veces resulta desesperante. Sin embargo, cuando en 1950 se creó la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero), ya habíamos reducido a Einstein a que «el tiempo es relativo», porque el lema es tan exacto como sus ecuaciones, pero más fácil de entender. Y lo cierto es que, en términos históricos, la construcción de la Unión está siendo tan vertiginosa como el desarrollo del continente tras la Segunda Guerra Mundial: tras siglos de guerras, todavía contamos en décadas cuánto hace que se firmaron los primeros tratados de la UE; la moneda única echó a andar hace menos de veinte años; y hoy, en mitad de la zozobra, la Unión da sus primeros pasos hacia su necesaria y problemática independencia militar. La rabieta de la hidra reaccionaria que acosa al Viejo continente con el Brexit, partidos de ultraderecha y el despecho norteamericano, sitúan a Europa frente al momento de la verdad: integración o fragmentación. Progreso o regreso.
La elección resultaría tremendamente sencilla si no fuera por la aparente incapacidad de la Unión para gestionar cuestiones globales como el aumento de la desigualdad, la crisis migratoria o la emergencia climática. La triada del rebrote nacionalista es el combustible del antieuropeísmo: enviamos mucha gente y dinero a Bruselas para poder afrontar grandes problemas que, comprendemos, exceden a los Estados-nación. A pesar de ello, la clase política europea parece, no ya cómplice, sino culpable de la inoperancia del Parlamento.
No facilitan las cosas expresiones como «la Europa de dos velocidades». Ni las contorsiones de Francia para viajar en preferente aunque el billete le cueste su papel de guía espiritual. Ni la tozudez de la locomotora alemana, que viaja con el piloto automático imponiendo al resto su camino. Por otra parte tampoco ayudan los ingleses, pero no pasa nada porque eso es precisamente lo que todos esperamos de ellos. El problema es que, si no salen de su error, echaremos de menos que cumplan con su papel histórico: poner palos en las ruedas a quien se pasa de revoluciones.
A pesar de todo, un aura de solemnidad rodea todavía la construcción de la Unión Europea. Una dignidad que los europeos compartimos como depositarios de una tradición cultural apabullante, pero, sobre todo, como herederos de una verdad histórica encerrada en una sencilla frase: «nunca más puede volver a suceder algo así». Es el tenebroso lema no oficial de nuestro continente. La UE no es perfecta, pero es la herramienta que nos hemos dado, el proceso histórico que pusimos en marcha, para impedir la barbarie.
Recientemente, el candidato del PSOE para las elecciones europeas, Josep Borrell, dijo que debemos poner en valor que «ningún joven europeo tiene miedo de que le manden con una bayoneta a matar a su compañero de Erasmus del año pasado». Tiene razón. En el debe del balance de la Unión hay demasiados renglones; pero en su haber podemos contar un goteo de proyectos que, sin prisa pero sin pausa, han ido articulando un cierto paneuropeísmo suave. Ahora, ante el desafío de los viejos nacionalismos, ha llegado el momento de comprobar su fuerza.
En 1995, el británico Michael Billing definió el nacionalismo banal como un sentimiento de pertenencia soterrado, pero capaz de activarse ante la aparición de una amenaza. Lo cierto es que el europeísmo nunca ha sido una prioridad para los ciudadanos de la Unión. Ni siquiera para los españoles, que todavía somos, si es que alguna vez en la historia no lo fuimos, los más europeístas de los europeos. Quizá es porque nuestros vecinos se mataron entre ellos y el trauma les hizo demócratas, pero aquí nos matamos unos a otros y acabamos sufriendo una dictadura.
Puede que la bandera de la UE no emocione, pero nos da cierta seguridad y señala una dirección hacia la que caminar. Y, aunque no apunte hacia donde querríamos, al menos nos aleja de la sinrazón. Quizá es algo que no resulta muy épico, pero si nos quedamos con ganas de más emociones siempre podemos subir el volumen al máximo y escuchar nuestro himno.
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