El hilo de las adicciones puede servir para conectar a Bird con la película de esta semana; una más del confinamiento solitario y de sesiones de cine en la distancia, Tallo de hierro (Ironweed, 1987, Héctor Babenco), que casualmente comparte con aquella la presencia de la actriz Diane Venora.
El director argentino Hector Babenco, tras rodar la magnífica El beso de la mujer araña, había conseguido levantar su segunda película americana; y si en la primera había contado con unos espléndidos William Hurt y Raúl Juliá, aquí contaba para la pareja protagonista con unos no menos brillantes Meryl Streep y Jack Nicholson. Al igual que la anterior, la película se basa en un original literario; en este caso la novela del mismo título, ganadora del Pulitzer, escrita por William Kennedy y publicada en 1984. El propio Kennedy se responsabilizó de adaptar el guion, aunque el estilo de la novela era ciertamente difícil de trasladar a la gran pantalla.
La cinta gira en torno al personaje de Nicholson, un vagabundo alcohólico llamado Francis Pelham, y la relación con su pareja desde hace nueve años, la también alcohólica Helen Archer; y todo ello en medio de la Gran Depresión en la ciudad de Albany (NY). Ella, hija de una buena familia y con un pasado como cantante; él, también con un pasado más brillante y esperanzador como jugador de béisbol y padre de familia, arruinado por el accidente doméstico donde murió el menor de sus hijos.
El amplio presupuesto, aunque parezca paradójico, es bien visible en los destartalados escenarios y en el vestuario convincentemente desgastado de los personajes. Las breves escenas en las que se vislumbra otro mundo distinto a los callejones aparecen teñidas de la nostalgia e idealización de una ilustración de Norman Rockwell, algo que de alguna manera hace más notoria la negrura del resto del metraje. Sucede lo mismo con la aparición de los espectros vestidos de blanco, impolutos, que destacan entre los trajes desgastados y las sucias calles reales.
Las actuaciones del dúo protagonista y del eficiente conjunto de secundarios, entre los que destaca Tom Waits como otro de los compañeros de desgracias de Francis, son la principal baza del film: Nicholson, sorprendentemente contenido; pero sobre todo una Meryl Streep por momentos casi irreconocible, que dibuja un personaje realmente difícil y en el que debemos leer, en sus ojos y en sus gestos, mucho más de lo que expresan sus palabras.
A su alrededor, otros personajes igualmente fracasados o perdidos malviven en las calles o solo a un paso de ellas, mientras se aproxima el invierno. Se pelean, se reconcilian, se vuelven a pelear, sufren reveses y van de refugio en refugio mientras transcurren los días de una vida sin objetivo. Algunos fragmentos contados en forma de flashback, impulsados por las alucinaciones de Pelham, no ayudan demasiado a conseguir una narrativa cohesionada. En realidad, la película funciona más como una serie de anécdotas y viñetas de la vida desgraciada de los personajes que como una historia en el sentido tradicional. En cierta forma, la combinación de pasado y presente, de la alucinación y la realidad, podría conectar con el juego de fantasía y verdad de la anterior obra de Babenco.
La figura del vagabundo en el cine ambientado en la Gran Depresión es una constante del séptimo arte, como reflejo de una realidad brutalmente evidente en el mundo real. Arrojados a las calles y a las carreteras por la crisis económica, su figura se deja ver en muchas de las películas de la época. Sea una situación temporal, como al principio de Al servicio de las damas (My Man Godfried, 1936, Gregory La Cava), una denuncia de las condiciones de toda una comunidad como en Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940, John Ford) o incluso tratando el tema en forma de comedia como en Los viajes de Sullivan (Sullivan’s Travel, 1941, Preston Sturges).
En las décadas siguientes, el cine ambientado en los 30 (la lista se haría demasiado larga par mencionarlas todas) no dejó de recurrir a este elemento, tanto como forma de dar ambiente de época, como denuncia o, llegado al caso, como vehículo para una cierta mirada romántica en que la figura del hombre (más raramente de una mujer) sin ataduras, se asocia a la autoimagen del héroe solitario del western. La visión de Babenco es al mismo tiempo cruda y carente de un discurso a gran escala.
La imagen que proyecta es ciertamente deprimente: cualquier mínimo atisbo de felicidad de los personajes es destrozado sin miramientos por un guion que, a veces, parece deleitarse en su desgracia. La breve visita familiar de Pelham a su familia (su mujer y sus hijos, que siguen residiendo en la que una vez fue su casa) se ve empañada por el delirio alcohólico y la pequeña felicidad de Helen al recuperar su maleta y su habitación solo puede terminar, también, en tragedia. No parece haber una visión sistemática más allá de las desgracias personales de los protagonistas y su círculo: la Gran Depresión parece más una desgracia individual, o un conjunto de desgracias individuales, que un fenómeno colectivo.
Hacer un balance general de la película se hace por tanto complicado, ya que la mera valoración de sus elementos constitutivos más brillantes no puede compensar totalmente un resultado final, quizás, inferior a la suma de sus partes.
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