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De verde y gloria: el Ferro de Griguol

El 30 de Mayo de 1984, en el templo de madera de Caballito, Ferro tocaba el cielo. Se había hecho tan grande que los millonarios de River preferían la espantada que la disputa. El 24 de ese mismo mes la Locomotora del Oeste les había pasado por encima en el Monumental. 0-3 para decidir la final de un Nacional inédito que se había jugado por grupos y cruces desde octavos de final. En la vuelta, ya con 1-0, la barra de River reventó el partido, otro baile, y lo hizo terminar antes del 90. «El campeón soy yo», dijo Griguol desafiando el descrédito de la prensa. Hasta River le había pedido tregua.

Carlos Timoteo Griguol llegó en 1979, o más bien lo trajo Santiago Leyden, presidente legendario entre el 63 y el 93, para ordenar la sección de fútbol del club y dotarla de una identidad. Fundado en 1904 por los trabajadores del ferrocarril, el club se transformó en epicentro de un barrio de clase media. Era la institución vertebral de una zona urbana en expansión. Pese a que la sección de fútbol está presente en la fundación de la liga profesional en 1931, Ferro será fuerte en otros deportes como el balonmano o, en especial, el baloncesto.

Fundador de ambas ligas y laureado por igual, era la sección de baloncesto liderada por el técnico León Najnudel la que había dado prestigio y proyección a Ferro; la que aglutinaba al barrio y simbolizaba el orgullo de pertenencia. Eso era lo que Leyden quería para el equipo de fútbol y Griguol lo entendió a la primera.

Con su gorra y su aspecto de tío de cualquiera o de padre severo pero tierno, Griguol se convirtió en Ferro y rehízo al Verdolaga a su imagen. En los sesenta había sido volante de Atlanta y Rosario Central, donde se retiró para convertirse de inmediato en primer entrenador. Entre el 71 y el 73 ya había desafiado al orden establecido con un equipo campeón al que bautizaron como Los picapedreros. Después había dado vueltas sin encontrar lugar entre Tecos de Guadalajara, Central y Kimberley hasta la llamada de Leyden y Ferro.

Griguol, como lo será su Ferro, parecía menos de lo que era. Bajo su aspecto se escondía un entrenador sofisticado, donde convivía el padre y el profesor, el estudioso y el zorro. Intuitivo y riguroso por igual, conocía a los jugadores como a la palma de su mismísima mano, pero también conocía el juego y al contrario que otros técnicos argentinos ni se había quedado estancado, ni se había enredado en batallas pírricas. Najnudel se convirtió en su guía en el club y de su trabajo táctico entresacó todo lo que pudo. De la sección de baloncesto no solo se llevó conceptos, sino también al preparador físico Luis María Bonini, luego colaborador de Marcelo Bielsa durante veinte años, entre Newell’s y Athletic de Bilbao.

Ferro se modernizó en el primer quinquenio de los ochenta mientras los grandes imponían los Promedios (o los Promiedos, como los rebautizó la afición) para así intentar garantizarse la presencia en la 1ª. Boca y River (que en los 2000 llegará a descender) lo consiguieron, no así San Lorenzo y Racing. Independiente, en cambio, vive una de sus grande épocas cosido a la bota sabia de Bochini. Frente a ellos, las apariciones rebeldes de Argentinos Juniors, Quilmes, Estudiantes y, claro, Ferro.

En el 81 quedará subcampeón tanto del Nacional como del Metropolitano. En el 82 derrotará a Quilmes en la final del Nacional saliendo campeón invicto. En el 83 será tercero del metropolitano y en el 84 campeón del Nacional y subcampeón del Metropolitano tras perder contra Argentinos Juniors.

Ferro se hizo la casa de los jugadores. Y la casa se la respeta. Concentraciones, trabajo, sistematización, humildad. Como en el Liverpool de Bill Shankly, la ostentación estaba censurada. El jugador era otro del barrio. Uno al que miraban, uno que significaba algo. Las casa, los coches… todo pasaba por ese filtro. Griguol les metía en la cabeza que no ganaban tanto como pensaban, que había que vivir despacio y simple y pensar más allá de mañana como hacía la gente que les animaba cada partido.

En el 83, Griguol había perdido a su mano derecha en el campo. El 5 de Ferro, la camiseta encarnada en jugador, Cacho Saccardi, se lesiona en una rodilla y debe retirarse del juego para siempre. La depresión del equipo se refleja en un año decepcionante. La fuerza del mismo en la resurrección del curso siguiente. Creyentes en la fuerza del grupo, Ferro se sobrepone. Saccardi había regresado a Ferro tras un paso por el Hércules sin nada que contar y fue el ejemplo para los demás. Su imagen con la cabeza abierta se transformó en icono de la grada. Sangre sobre la camiseta verde.

Ferro no andaba sobrado de figuras, pero tampoco era un equipo de cualquieras. Garré, su lateral izquierdo sería campeón en México 86 y el centro de la defensa era impenetrable con Marchesini y Cúper, quien además era el ariete de las jugadas de estrategia, el arma más demoledora de Ferro. Griguol cogió a todos con el pie cambiado en el fútbol de pizarra. Sus ataques de diseño eran imparables y hablan de un equipo complejo, lejos del antirrelato de los medios. El Ruso Nuremberg, un clásico volante de ida y vuelta, Brandoni o el goleador paraguayo Cañete eran otros de los nombres importantes de una escuadra mecanizada que rodeaba el individuo singular: Beto Márcico.

Márcico es, literalmente, el jugador de la calle. Griguol lo ve jugar en un potrero y lo ficha de inmediato. De inmediato, también, le demuestra que el campo grande no es lo mismo que la calle y empieza a construirlo como jugador de fútbol. Marcico, genio modesto, se deja modelar hasta convertirse en la gota de magia, en lo inesperado del fútbol artesano de Ferro.

El Beto Mágico, como lo rebautizará Víctor Hugo Morales, es el Maradona del oeste, el gran diez de su generación siempre postergado que triunfará en Toulouse y regresará a Argentina para jugar en Boca Juniors y levantar tres títulos. A punto de retirarse en 1996, Griguol lo llama desde Gimnasia y Esgrima. Márcico, leal, jugó allí dos años y fue subcampeón del Clausura tras Vélez.

El trabajo con Márcico ejemplifica el ascendente de Griguol en Ferro. Los jugadores le veneraban. Había establecido con ellos y respecto al club un vínculo indestructible de pertenencia; un orgullo y una responsabilidad. Dice el propio Márcico que sentían que al viejo no le podían fallar. Griguol conducía y se conducía con sencillez.

El disfraz le servía para ello. Inculcaba en todo un sentido profundo del oficio, del ser profesional. Solidaridad, limpieza, orden. Los jugadores eran castigados por las tarjetas que recibía, por perder tiempo, por protestar al árbitro… Griguol odiaba los atajos. Y el fútbol argentino está lleno de ellos. Su idea era que los jugadores debían ser ejemplos los unos para los otros.

El juego honrado de Ferro reflejaba el ideario de Griguol y su doble vertiente: la astucia y la elaboración. Con un trabajo de fondo, físico y táctico, superior al resto de equipos, Ferro llegó a domesticar el juego. No era un equipo defensivo, era uno que defendía bien: lejos de la portería propia. Era un bloque acorazado que se desplegaba a toda velocidad. Estaba construido para el contragolpe, lo cual le hacía temible como visitante, pero no defendía abajo, sino en todo el campo. Dominador desde el espacio, Ferro aceleraba y ralentizaba a voluntad. Era una tela de araña, elástica y elegante.

Esa final del año 84 es la obra maestra de Griguol. Ferro jugaba solo, de memoria, todos para todos y cada uno para el de al lado. La camiseta, la cancha, el barrio. El equipo más odiado de Argentina. Ferro no tenía relato, su fútbol austero no admitía la hipérbole de la crónica literaria argentina. Ganaba porque jugaba mejor; no porque lo fuese, sino porque lo jugaba. Ferro era lo que hacía. La palabra y el gesto eran lo mismo; sin revés, sin doblez.

No sabían cómo contar aquel equipo sobrio en el fútbol dual de la época. ¿Dónde quedaba Ferro entre los poetas y los asesinos? Ni era romántico ni era ventajista. Era una tercera vía entre el Huracán de Menotti y el Estudiantes de La Plata de Bilardo. Ni lírico, ni áspero. En el contexto del fútbol argentino de la primera mitad de los ochenta aquello no podía ser más contracultural. Entre esos extremos, por la vereda de en medio, se coló Griguol instaurando una cátedra que recogerán Bielsa, Cúper, Sampaoli o Berizzo. Un fútbol del sudor colectivo. Un juego basado en la honestidad.

Ferro era así el contrapoder. No solo enfrentaba al equipo grande, sino también a la maquinaria propagandística. Esa misma que había abrazado a Argentinos Juniors, el equipo de Maradona, el pequeño simpático, como la única alternativa legítima. La prensa odiaba a Griguol y su Ferro porque era el invitado indeseado. No vendía. No era comercial. Lo decretaron el antifútbol.

Cantaba la grada de El Templo:«Dicen que somos un equipo aburrido, que jugamos la pelota para atrás. Me chupa un güevo todo el periodismo. A Caballito cada vez lo quiero más».

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